Un encuadre de
Francisco Basallote.
Rafael de Cózar
Universidad de Sevilla.
Poco a poco viene asentándose en
la literatura, en sus diversas modalidades, la estética de la brevedad, de la
concisión, del boceto rápido e impactante, a la vez que también permanecen,
sobre todo en la novela, historias de largo y denso recorrido. El relato ha
dejado de ser hoy, con toda justicia,
operación de menor consideración entre autores y lectores, a la vez que viene imponiéndose en la prosa el
micro-relato, ahora con vehículos para su difusión, revistas, premios, e
incluso estudios sobre esta fórmula.
Igualmente la poesía, siempre en
avanzada, anuncia alejarse progresivamente del carácter narrativo que adquirió
desde el abandono de la métrica y la rima, sobre todo en la segunda mitad del
pasado siglo, abriéndose hoy tanto a las
nuevas, como a las tradicionales posibilidades.
Las máximas, los aforismos, esos textos que el poeta gaditano Carlos
Edmundo de Ory viene publicando desde hace medio siglo con el nombre de “aerolitos”,
son signos de este renovado atractivo por la brevedad.
Y dentro de esta misma línea
reaparece ahora aquella tendencia que puso de moda el modernismo con su culto
oriental, el “haiku”, que llevaría a su máxima expresión en occidente el poeta
vanguardista mexicano Juan José Tablada, también preocupado por la imagen
visual.[1]
En este punto es donde entra de
lleno nuestro poeta Francisco Basallote (Vejer de la Fra., 1941), no en vano
arquitecto técnico de profesión, es decir, verdadero aparejador de la poesía y
la pintura en este su último libro, En
los senderos del bosque, que tiene el lector entre sus manos.
Basallote es poeta de larga
trayectoria, sobre todo desde fines de los años ochenta, destacando también
como estudioso (lo que concuerda perfectamente con este libro) de la relación
entre el paisaje y la literatura, con obras como Paisaje y Poesía (2001), El paisaje en la Poesía del Grupo Cántico
(2002) o El Guadalquivir como paisaje
(2006), entre otras.
Con ello cumple además con la
principal temática del haiku tradicional, la relación con la naturaleza. Fue Matsuo Bashō (1644) el poeta al que se considera iniciador de la
fórmula del haiku, que tendría en Japón importantes innovadores, como Yosa Buson (1716), Kobayashi Issa (1763) Masaoka Shiki (1867), entre otros muchos.
Esta fórmula poética, influida por la filosofía y la estética del zen, suele mostrar en sus versos una estrecha relación con la naturaleza,
las estaciones, la vida cotidiana, desde un estilo caracterizado por la
naturalidad, la sencillez, la brevedad, siendo frecuente, ya desde Bashö, que
acompañe al poema una pintura del mismo autor, como sucede en este último libro
de Basallote.
Pero la
cuestión es más compleja. No se trata sólo de la proximidad con el modelo
prototípico del haiku. No podemos olvidar en este punto que estamos el contexto
literario andaluz, donde fórmulas como la soleá (que también practica
Basallote), ofrecen similar condensación lírica, así como las letras del
flamenco, auténtica poesía cancioneril,
hasta no hace mucho marginada de los estudios literarios y que ahora
parece que empieza a abordarse, como es lógico.
Ya
desde Bécquer, en su síntesis de la poesía popular y culta, es visible esa
línea de condensación, de brevedad expositiva, que también practicaron otros
ilustres sureños, como Juan Ramón, Machado, Alberti, donde también los poemas
vienen frecuentemente cargados de plasticidad.
En este
libro de Francisco encontramos
abundantes ejemplos de imagen plástica:
“En el almendro
posa la primavera
todas sus alas”
tres
versos, como en el haiku tradicional, que son suficientes para crear la
sensación de colorido, ese detalle del
almendro alado, o la nota de color que ofrecen estos ejemplos:
En
el arcén
una
mancha violeta,
florece
el cardo
***
Trigales verdes,
dentro puntitos rojos:
las amapolas...!.
Basallote acompaña estas pinceladas verbales con sus acuarelas,
lo que obliga a una lectura en síntesis, verbal y visual. Sus páginas además
conectan también con otra antigua fórmula, la del emblema, iniciada en el siglo
XVI y desarrollada sobre todo en el XVII, fórmula consistente en un poema y un dibujo de
relación mutua, ilustración paralela al texto,
que se aclara a su vez con él, todo lo cual entronca de forma evidente
con la creciente moda de la poesía visual, cuyo desarrollo, sobre todo desde
los años sesenta, parece llegar ahora a un momento de especial cultivo y
florecimiento.
De hecho en otro trabajo suyo, Lujo de la pintura, ya hace Francisco una interpretación literaria
de cuadros reconocidos de Monet, Cezanne, Van Ghog, Matisse, o Picasso, entre
otros, una tradición importante de traducción de imagen al verso en la que
destacó, por ejemplo, Rafael Alberti, otro importante aficionado a estas
relaciones entre poema e imagen visual.
Pero no es este un fenómeno extraño a nuestro tiempo. Ya desde
principios del siglo XX viene dándose la fusión de las artes, la interrelación
artística, esa inclinación de la
arquitectura hacia la escultura (Guguenhein), como de esta hacia la creación
sobre el espacio, de la pintura hacia la poesía (Kandinski, Paul Klee, Miró), o
a la inversa (Apollinaire, Huidobro, el futurimo).
Parece evidente que Basallote enfoca literariamente la realidad,
la naturaleza, el paisaje, con
perspectiva de pintor, del mismo modo que pinta con visión de poeta. En el
fondo es una sensibilidad única con diversas formas de manifestación, que se
interinfluencian, dimensión que puedo entender perfectamente por compartir con
el poeta y buen amigo la misma doble afición pictórico-literaria. A él le debo,
junto al escritor Manuel Jurado, la edición
de mi poemario visual La piel iluminada en la colección que
Francisco dirige, de la Fundación Aparejadores de Sevilla, una muestra paralela
de poemas visuales, en este caso en la línea del caligrama.
Al valor propio del libro En
los senderos del bosque como poemario,
hay que unir el mérito de la apuesta aún hoy novedosa, su carácter de
exposición plástica poéticamente ilustrada, lo que implica otro modo de
lectura, la recepción en armonía de dos modos de ver
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