VEJER
EN LA MEMORIA
JOSÉ SARRIA
Escribía
el poeta checo Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el
tiempo”, y es este el recurso que utiliza Francisco Basallote en su última
entrega lírica para anular el conjuro del destino y hacer posible el prodigio
de la resurrección a través del extraordinario acontecimiento que se
materializa desde la luz de la memoria: “Casi todo perdimos / en la batalla /
del tiempo, / desde su recuerdo / salvamos sólo / instantes teñidos de sepia /
que en fugaces destellos / vida recobran. / Casi todo perdimos. / Tan sólo /
nos salva la memoria” (p.50). Este precioso poema del libro Naturalezas
muertas, de Francisco Basallote, puede suponer el resumen de todo un
poemario que es un canto dolorido, casi elegíaco (“A qué tiempo regreso / que
no seas tú”), a otro tiempo más sosegado, más quieto, pero más intenso que el
actual y que el poeta redescubre (escondido en la memoria) en el abrevadero
blanco (p.18), en la Ermita de San Sebastián (p.19), en los molinos del duque
(p.23), en las bóvedas del coro de San Francisco (p.29), en la Fuente Chica (p.39) o
en las calles de su Vejer natal. Naturalezas muertas supone el
descubrimiento de un mundo, que el autor creía malogrado (“Qué fue, decidme, /
de aquellos soñados centauros”, p. 35, “Todo yace cegado / de escombros e
inmundicias. / Otro paraíso perdido”, p. 39) y que es salvado, rescatado, a
través del milagroso recurso de la memoria (“Paseo las viejas calles / de la
infancia y acaricio / el tiempo detenido”, p.46).
A veces, establecer el análisis crítico de un texto (poemario o novela)
puede suponer un examen meramente formal, en el intento por desvelar el valor
técnico del libro y las capacidades de oficio del artista. Nos perdemos en fuegos
de artificios llegando el forraje a ocultar la hermosa visión que puede existir
detrás de la maleza.
Hablamos, entonces, de laberínticos conceptos y obviamos
aquello que decía Wilde: “el hombre no ve las cosas hasta que ve su belleza”. Y
esta es la
cuestión. Podríamos quedarnos en el poemario de Basallote
solamente con el magnífico oficio de poeta que demuestra, sobradamente, el
autor, con la perspectiva de un profuso conjunto de perfectos versos
construidos, casi todos ellos con el suave ritmo que imprime el heptasílabo, el
eneasílabo y los endecasílabos armónicamente argamasados, con un dominio
magistral del verbo y del sustantivo que se estiliza y se doblega al antojo del
escritor mediante encabalgamientos espléndidos, con un texto hondo, a la vez
que claro y transparente, con una gran intensidad en las imágenes y metáforas
utilizadas, así como con un enfrentamiento dialéctico dual magnífico que
plantea los poemas, muy breves, sobre la base de la dicotomía entre el ayer y
el hoy, entre el olvido (muerte) y la memoria (vida) (p. 44, p. 46 y p.48).
Podemos quedarnos en las formas (que
en este texto son extraordinarias y plenas de oficio), y habremos perdido la
oportunidad de profundizar, realmente, en el que para mí es el gran logro del
poemario: hacer de su historia personal testimonio plenamente estético,
perdurable, universal. Escribía Rilke en sus Apuntes de
Malte Laurids Brigge que: “para escribir un solo verso es necesario haber
visto muchas ciudades, hombres y cosas; hace falta conocer a los animales... es
necesario pensar en caminos de regiones desconocidas, en encuentros
inesperados, en despedidas... es necesario tener RECUERDOS de muchas noches de
amor, en las que ninguna se parece a la otra, de gritos de parturientas, y de
leves, blancas, durmientes paridas, que se cierran. Es necesario aún haber
estado al lado de los moribundos, haber permanecido sentado junto a los
muertos, en la habitación con la ventana abierta y los ruidos que vienen a
golpes. Y tampoco basta con tener recuerdos. Es necesario saber olvidarlos
cuando son muchos, y hay que tener la paciencia de esperar que vuelvan. Pues,
los recuerdos mismos, no son aún esto. Hasta que se convierten en nosotros,
sangre, mirada, gesto, cuando ya no tienen nombre y no se les distingue de nosotros
mismos, hasta entonces no puede suceder que en una hora muy rara, del centro de
ellos se eleve la primera palabra de un verso”.
Y es,
precisamente, este milagro el que se experimenta al leer los poemas de Naturalezas
muertas. El autor hace funcionar la memoria como método, como motor del
libro. La historia no es un mero acta notarial de su vida, ni una crónica o una
autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de los
recuerdos, de donde van emergiendo imágenes, experiencias, la alquimia de la
cal que ejercía abuela (p.17), los jinetes armados para las carreras de cintas
(p.35), los sogueros (p.36) o los juegos en el altillo del viejo compás (p.33),
que el poeta convierte en tiempo detenido: “No miramos atrás, / nos miramos a
nosotros mismos / en el espejo infalible / de tu luz, allí somos / el tiempo
detenido” (p.48). El poeta es un fantasma que ha ido entrando y saliendo del
salón de la memoria, atravesando el laberinto del tiempo, para recorrer con el paso
de las páginas un álbum lleno de estampas que, a modo de impresiones, han
quedado grabadas en el corazón de quien ha adquirido madurez y las contempla
como un todo gracias al recuerdo, a la evocación del niño que le mira desde el otro
lado del espejo para rescatar los paraísos perdidos (p. 39 y p.46).
Y éste
es el arte del poeta Basallote: la maestría para contar sus experiencias que se
universalizan en el momento en que los personajes se convierten en nosotros
mismos y nos identifican, y nos llevan también a nuestros recuerdos, y nos
sanan, y nos redimen, y nos salvan.
Dice Silvia Adela Kohan que “el poema
no es un fragmento de la vida del poeta, sino una realidad transfigurada” (Cómo se escribe poesía, p.17) y en los
treinta y siete poemas que componen Naturalezas muertas, el autor irá
desgranando la visión de la realidad que perdura en el recuerdo (“Siempre nos
queda la luz”, p.42) para hacer fabulación de lo adyacente y conjurar el
milagro: “Casi todo perdimos. / Tan sólo / nos salva la memoria” (p.50).
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