lunes, 30 de marzo de 2015

POETAS ANDALUCES.JULIO MARISCAL



POETAS ANDALUCES.JULIO MARISCAL 














JULIO MARISCAL


   Julio nace en Arcos de la Frontera (Cádiz) un 18 de noviembre de 1922,  en 1949 forma parte del grupo poético Alcaraván, del que está considerado como el más valioso exponente.

     En 1950 obtiene el título de Maestro Nacional siendo su primer destino el colegio “Primo de Rivera” de Cádiz, y dos años más tarde es trasladado a la localidad de El Bosque, donde coincide con el también maestro Antonio Luis Baena.

     Julio formó parte de la llamada “Generación de los cincuenta”, junto a Caballero Bonald, Fernando Quiñones, Ángel González, Claudio Rodríguez, Gil de Biedma y otros.

     Fue colaborador o fundador de las revistas, Alcaraván, Platero, Arquero de Poesía,  Alcántara, Ágora, La isla de los ratones, Caracola, Cal, Caleta, Capitel, Alor, Ixbilian, El gorrión, Torre Tavira, Alfox, El Cobaya, Rocamador, Anaconda, Bahía, Floresta de varia poesía La Venencia, Liza, Arcilla y Pájaro, Litoral, Güadalquivir, Álamo, Aljibe, Pliego, Pleamar, Madrigal, Llanura, Cumbres, Atzavara, La luna negra, Última poesía religiosa, Punta Europa, Estafeta literaria y varias hispano-americanas.

     En 1953 ve la luz su primer libro Corral de muertos. En 1955 aparece el segundo Pasan hombres oscuros, y tras el van apareciendo Poemas de ausencia, Quinta palabra, Tierra de SecanosTierra, Ultimo día, Corral de muertos edición ampliada 1972, Poemas a Soledad, y Trébol de cuatro hojas. Años después de su temprano fallecimiento se publicó una recopilación de poemas inéditos creados en 1974, Aún es hoy.

     Julio consagró su vida a la enseñanza, la poesía y el flamenco. En sus poemas le canta al amor y a la tierra, a Dios y al hombre, a la madre y a la mujer, al trabajo duro y a la muerte. Poeta triste y melancólico, sus méritos intelectuales y humanos no le fueron reconocidos durante su existencia, sufriendo la marginación de la sociedad de la época.

      Muere el 29 de noviembre de 1977. Un día más tarde, "...bajo una lluvia sublime copiada de los ojos de sus amigos", según relata Pedro Sevilla, Julio volvió a la tierra, donde encontró la paz, y descansa en el Cementerio de San Miguel de su pueblo natal. 















Cruel ley del deseo

Por Juan Bonilla

Sería el 83 o el 84. Las librerías de mi pueblo grande, dos o tres, eran todas de nuevo, pero por entonces cualquier librería de nuevo tenía su ápice de librería de viejo: libros que habían quedado varados en sus estanterías, compras en firme que se hicieron en los sesenta y en los setenta esperando la mano de nieve que les dijera: levántate, anda...Como conservaban, escritos a lápiz en una esquina de la página de respeto, los precios de cuando salieron, se multiplicaban las posibilidades de que te llevaras un par de piezas de aquellos entonces en vez de alguna novedad del ruidoso ahora. Y fue así como se me apareció Julio Mariscal Montes, en la librería Papel y Tinta, con un libro titulado Poemas a Soledad, publicado hacía siete u ocho años, y empezó a hablarme una voz cercana, apagada, confiada, desdichada y precisa. Para un adolescente que acababa de leer por exigencias de la autoridad competente las rimbombancias de Vicente Aleixandre y se había anestesiado una parte del cerebro desentrañando la Fábula de X y Z de Gerardo Diego, aquella voz se parecía a un salvavidas. Bastaba abrir el delgado tomito por cualquier parte y encontrarse, precisamente, las derivas de un amor adolescente, el aroma de un vacío que, por no querer conformarse con el suspiro, se atrevía a laminarse en versos suaves, sin estridencias, con alguna imagen poderosa que parecía más de copla andaluza que de estrangulamiento de la retórica (si es que la copla andaluza no es en sí misma un estrangulamiento de la retórica).

Este amor de nosotros nos seguirá los pasos,
aunque no lo queramos buscará las esquinas.
.

¿Quién sería aquel Julio Mariscal Montes, poeta de Arcos, que, según averigüé un poco más tarde, había muerto en la misma clínica donde yo había nacido? Era emocionante entonces ir sabiendo de a poco de los autores que por alguna razón nos despertaban la curiosidad. Un día te enterabas de una cosa y tres semanas más tarde de otra. Un nombre propio se convertía en objeto de búsqueda, y qué bien rescatar de repente de una estantería cualquiera el delgado tomito de Poemas de ausencia o el pequeño adonais Pasan hombres oscuros. Los autores eran rompecabezas entonces, alcanzabas primero su penúltimo libro y su primer libro se hacía esperar hasta sabía dios cuándo. Te guiabas por las solapas de alguno de esos volúmenes finales para enterarte de todo lo que te faltaba conseguir. Mariscal había publicado casi todos sus libros -salvo el de Adonais- en ediciones marginales, de provincias. Claro que como era de mi propia provincia, algunos de esos tomos eran menos inalcanzables que otros (a pesar de lo cual, por esas cosas que tienen los libros, el único de los suyos que me falta es uno que se publicó en Jerez de la Frontera, de donde vengo y donde lo buscaba).
En pocos meses te habías hecho una idea de Mariscal: pertenecía a la Generación del 50, era un desubicado, fue muy amigo de Gloria Fuertes, algo le pasó que escandalizó a sus vecinos con un amor prohibido y poco más. Por entonces había en Jerez una colección de poesía que se llamaba como la plaza principal: Arenal. Su director, el poeta Miguel Ramos, era vecino mío. Una tarde me mostró seis o siete libros inéditos de Julio Mariscal que sus herederos le habían confiado para que preparara la publicación de su Poesía completa. Eran tomitos blancos, en papel verjurado, encuadernados de manera humilde y elegante. El proyecto no cuajó y la Poesía Completa de Mariscal tuvo que esperar hasta ahora, publicada por Isla de Siltolá en edición de Blanca Flores. El volumen recoge los libros editados por Mariscal -más uno inédito y poco significativo.
A pesar de haber sido publicado en el año 75, Poemas a Soledad, el libro en el que descubrí a Mariscal, fue el primero que escribió. Es un libro tierno, encantador, adolescente, donde suenan Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, voces que amparan la capacidad del poeta para esquivar en todo momento la cursilería a la que indefectiblemente se arriesga el joven enamorado que necesita decir por escrito la extrañeza que se le ha instalado en el alma. El libro que, sin embargo, primero publicó Mariscal fue Corral de Muertos, y su tema esencial presidirá, con el amor, toda su obra: todos los poemas son elegías con nombre propio, y en todos exprime, a manera de epitafios, unas vidas para que de ellas quede algo más que un nombre y dos fechas: ¡Grita! ¡Grita tan fuerte para que se derrumbe ese montón de olvido!, exclama en uno de los poemas. Y eso son todos los poemas, gritos susurrados contra un montón de olvido.

Julio Mariscal no hizo demasiados esfuerzos porque su poesía trascendiera más allá de la esquelética sociedad literaria de su provincia y llegara a unas cuantas manos afectuosas y amigas. Sólo con su segundo libro, Pasan hombres oscuros, alcanzó algo de difusión: la difusión y el prestigio que por entonces tenía la colección Adonais. Su nombre llamó entonces la atención de un par de críticos y el libro obtuvo algo de reconocimiento, pero no se vería prestigiado en las listas que empezarían a hacerse para destacar lo más brillante de una generación: la de los 50, donde ciertamente había gigantes como Gil de Biedma, Ángel González, Valente, Claudio Rodríguez. La publicación de dos libros menores (Poemas de ausencia y los sonetos religiosos de Quinta Palabra) no le ayudaron mucho, y sus poemas, de tinte social y enrabietado -Tierra de secanos, ya en los años 60-, parecían situarlo como un epígono de la poesía social que para entonces empezaba a cansar hasta al mismísimo Castellet. Pero en 1965 -aunque también en una colección de provincias- Mariscal publica su gran libro, Tierra, un libro además con "morbo". Destinado como maestro en Paterna, Mariscal vive allí una historia de amor con un hombre y de esa historia salen unos poemas en los que la conciencia religiosa del poeta, su culpa, su sentido del pecado, combaten contra el gozo y la plenitud, la certeza de la imposibilidad de un amor contra las propias posibilidades que ese amor le brinda. El resultado es un libro lleno de poemas emocionados tanto en la celebración del amor escondido como en el autoimproperio que el poeta se dedica por no ser capaz de desafiar a la sociedad y a su tiempo y sacar a la luz esa pasión: cuando la saca es demasiado tarde, en forma de autopsia versificada con rotundidad y pureza. El libro fue un pequeño escándalo local y la historia que contaba perjudicó bastante el ánimo del poeta, que apenas se repondría. Si en su primer libro juntó elegías dedicadas a los otros, a partir de entonces se dedicaría a escribir su propia elegía. Su familia corrió a salvarlo y lo devolvió a Arcos, su pueblo, donde se fue afantasmando. Quiso titular su siguiente libro Juicio final. No sé si para bien le hicieron cambiar el título por Último día. La desolación, el pesimismo, la autocompasión empezaron a reinar en sus poemas mientras el poeta caía enfermo. Encontró refugio en las cosas: su poesía se empezó a llenar de cosas, una cómoda, una pared, una ventana, el patio...Porque sé que estoy solo/ que tú y aquel y el otro no váis conmigo/ No estáis en mí siquiera/ En la inmensa/noche del mundo Dios marcó unos surcos/ repartió unas parcelas de destino/  y a mí me tocó ésta de mirar hacia atrás/ y no ver nada, escribe en su último libro. Poco antes de morir consiguió publicar el primer libro que escribió, Poemas a Soledad, y un Trébol de cuatro hojas donde está esta Rebeldía:

Nos decían: "Hay que ser generosos con los años",
"gastarlos y gastarlos como vengan,
estar dispuestos con la alegría cabalgando soles".
"Hay que ser generosos con el tiempo"

¿Pero es que el tiempo ha sido generoso?
¿Es que los días, como pordioseros
no han tenido la mano siempre alerta
para el zarpazo, el salivazo, el goce
de pisar y pisar nuestras entrañas?
No me conformo, no, no me conformo
con lo que a cambio me ofreció la vida,
no quiero un puñadito de alegrías
a cambio de una vida desolada
por cuya sombra asoma ya la muerte.

Vida desolada la de Julio Mariscal, que pugnó con los fantasmas del deseo y de esa pugna extrajo unos cuantos poemas extraordinarios que apenas tuvieron suerte. En los 70, con las aguas venecianas anegando la poesía española, su voz tenía un toque pueblerino que se llevaba mal con el cosmopolitismo triunfante aquí. Más tarde -reivindicado por Miguel d'Ors, García Martín, Francisco Bejarano, Pedro Sevilla- logró algo de eco que sirvió para que se le catalogase como poeta menor de los 50. Tal vez ahora, con esta Poesía Completa en la mano, sea hora de reconocerle la personalidad y la fuerza a una poesía a la que el tiempo, que tanta mella le ha hecho a muchos de los grandes nombres de la generación del cincuenta, lejos de derribar, ha potenciado gracias a su cristalina y honesta indagación en la vida de un hombre que fue contándose a sí mismo los abismos a los que se asomaba, la vida tan llena de mentiras del bonito pueblo blanco, el hastío irremediable que debía conformarse con un puñadito de alegrías.





Aire de pueblo

Julio Mariscal, La mano abierta (Antología), Renacimiento, Sevilla, 2007.

El prólogo a esta antología es un texto emocionado. En él, Pedro Sevilla, paisano y discípulo del poeta Julio Mariscal (Arcos de la Frontera, 1922-Jerez de la Frontera, 1977), recrea varias escenas en las que se cruzó con su maestro. Pero, como quien no quiere la cosa, también nos da los pocos datos necesarios para encararnos con la obra antologada. Se nos avisa de que, aunque Mariscal pertenece cronológicamente a la generación del 50, se mantuvo ajeno a los requiebros del mundo literario; se nos informa de su firme fe cristiana, de su homosexualidad, del conflicto entre ambas; y sobre todo se nos subraya la honda vinculación con su pueblo natal, del que salió muy poco.
La emoción del prólogo no es gratuita: sirve, sobre todo, para preparar nuestra sensibilidad ante la descarga que se nos viene encima. La poesía de Julio Mariscal es conmovedora. Si partimos de que la esencia de la poesía es la emoción, tendremos que admitir que estamos ante una poesía de una extremada pureza.
No desnudez, ojo, que Mariscal es un retórico consumado. Con una fácil metonimia asociamos la retórica con la mala retórica, tal vez porque la buena, por serlo, resulta natural. Natural no siempre es invisible y no lo es en La mano abierta, donde se la ve vibrar en forma de metáforas encendidas, de atinadas aliteraciones, de comparaciones justas y de algún exacto hipérbaton. Si se me permite a mí también una comparación, hablaría del olor del romero para definir esta retórica a la vez agreste y exquisita. Lo importante es que contribuye a transmitir una sensación de verdad, como el mismo Mariscal subraya al hablar de las noches:
Si vieras cuántas noches, Fernando,
 noches de veras
con su luna y sus grillos,
con su negra miseria de ladridos y esquinas[…]

Julio Mariscal escribe con los pies bien hincados en su circunstancia, y por eso abundan en sus poemas fechas de calendario y horas de reloj y esquinas concretas y días de la semana. Su realidad es su pueblo, y esa raigambre rural queda reflejada ya en muchos títulos: Corral de muertos (1954), Tierra de secano (1962), Tierra (1965) o Trébol de cuatro hojas (1976). Todo se vive sin aspavientos, o sea, sin nostalgias urbanas por un lado y sin el más mínimo esnobismo de alpargata por el otro. Resulta muy ilustrativo compararlo con Miguel Hernández, gran poeta ostentoso de su origen. Lo que en el de Orihuela es viento de pueblo, en el de Arcos es sólo un aire de pueblo. Plenamente asumido y poetizado, desde luego. Para hablar, por ejemplo, de cómo le duele el amor usa esta comparación en mitad de un pasaje muy lírico: como la coz de un mulo (pág. 137); si mira el crepúsculo, descubre la tarde, tan cansada, con tábanos de estrellas (pág. 81) y de la primera adolescencia recuerda la avispa de un ‘te quiero’ (pág. 179).
No se recrea, sin embargo, en el estiércol puro y vivo de vacas. Sabe descubrir también el sustrato clásico que alienta en la vida rústica. El pueblo solo y triste como un verso de Heine (pág. 81), o se espesaba la noche como un vino de siglos (pág. 81), o Agosto era un enorme Partenón de trigales (pág. 150) son versos que ilustran ese legítimo orgullo de quien se sabe fruto de una civilización antigua.
Esa doble visión se recoge en un poema de Tierra de secano del que se extrae —con mucho tino, porque la identificación del poeta con su pueblo es total— el título de esta antología:
El pueblo, ya sabéis:
un puñado de casas, una plaza, una fuente
una vieja rutina de misas y rosarios
y luego un horizonte cansado de olivares, eternos lutos, recuas y canciones;
tres días de verbena para la Cruz de Mayoy el baile transparente del domingo.
Alguna vez también se muere alguien,
viene el señor Obispo, cambia el Cabo
de la Guardia Civil… En fin, las cosas.[…]


La ambivalencia es acusada en el trato con los demás, tan estrecho en los pueblos. Otro de sus libros se titula Pasan hombres oscuros (1955). Julio Mariscal siente mucho la mordedura de la soledad, pero -con la excepción del poema que cierra la antología, no recogido en libro y el único de la selección del que quizá yo hubiese prescindido- nunca se rebaja a la queja desgarrada contra sus vecinos, al menos en esta antología que recoge sus poemas más logrados, su perfil mejor. La presencia constante de los otros está formalmente recogida en algunos coloquialismos, en la frecuente introducción de diálogos en sus versos y en aquellos poemas que se inician con un “decían” o similar. Unos “otros” privilegiados son los miembros de su familia, especialmente su madre.

Me decía mi madre:
Ahora los libros que después tendrás tiempo.
Ahora los libros"
Y yo guardaba el corazón sin estrenar, ileso,
por teoremas y batallas.
Las tres, las cuatro y a las cinco en punto
la merienda: su leche con galletas
Mis hermanos mayores perdiéndose en sus cosas
y el cartero de azul galoneado.
Pero a las seis cruzabas tú, el crepúsculo
te traía de la mano y ya Pitágoras
se empolvaba en mi olvido, y ya las rosas
la página y el río
como un lejano, muerto crisantemo.(…)


La ambivalencia resulta extrema en lo amoroso. En el último libro, el póstumo Aún es hoy (1980) se escriben varios poemas en los que se suplica al amor, al dios-amor casi, que le deje tranquilo. Recuerdan irremediablemente a los célebres versos de Baltasar del Alcázar: Rasga la venda y mira lo que haces, / rapaz; que en esta edad no es hecho honroso / romperme el sueño y las antiguas paces; / desarma el arco, déjame en reposo. Con el amante la felicidad nunca es completa, sobre todo en el estremecido cancionero amoroso que es Tierra. Se le necesita: ¿qué haré con tanta tarde, con tanto corazón, / con tanto barro, / si no tengo tus ojos para alzarme? (pág. 100) Pero se le necesita tanto como se le disimula: que te pueda esconder en un sollozo (pág. 129), tanto como se le rechaza: Tengo que desterrarte de mi voz (pág. 134) y, finalmente, tanto como se le pierde: ¿Para qué, Mayo, dime, si estoy tan solo, tanto, / como ese abandonado papel suelto en la tarde? (pág. 140).
La solidaridad con los otros del pueblo no se limita a los vivos. Muy curioso es su primer libro publicado, Corral de muertos, donde se pasa revista a los nombres del cementerio. La concepción es similar a Spoon River Anthology de Edgar Lee Masters, esto es, un poema-epitafio por cada lápida, titulado con el nombre del difunto, y dejando que la suma de esos textos vaya restituyendo, a los ojos del lector, el tiempo pasado. A uno le queda la curiosidad de saber si Mariscal tuvo como modelo al norteamericano o no. Sea como fuese, en el libro del español hay más ternura, ningún cinismo y mucha compasión y hermandad con los muertos.
Parece justo acabar la reseña con el primer libro porque el poeta fue fiel durante toda su obra a esa conjunción de sufrimiento (ajeno o propio, ajeno y propio) y de serenidad trascendida, de dignidad. En buena parte por eso, lo mejor de un libro puede decirse de La mano abierta: cuando se lee, encontramos, ante todo, a un hombre.
Enrique García-Máiquez



 

"Julio Mariscal es la poesía verdadera"

La escritora Blanca Flores Cueto se ha encargado de prologar esta colección de obras de uno de nuestros autores más olvidados
Julio Sampalo / Cádiz |
Julio Mariscal Montes. Poesía completa. Colección Arrecifes. La Isla de Siltolá. Sevilla, 2014.
Maestro de escuela, referente de generaciones, represaliado, irrepetible, desatendido, homosexual... A Julio Mariscal Montes (Arcos de la Frontera, 1922) pueden atribuírsele mil adjetivos pero, sin duda, "quien no lo haya leído no sabe lo que es la poesía verdadera". La autora gaditana Blanca Flores Cueto se ha encargado de prologar un magnífico libro que recopila la producción poética del autor . En ella convergen los escasos estudios previos que hay sobre su trayectoria que conforma un corpus indispensable para entender su alcance y contradicciones.

Porque Mariscal fue hijo de una época terrible, tiempo marcado por "los duros años de la posguerra, con posibilidades limitadas de difusión" y un contexto "que le condiciona" debido a sus circunstancias personales. Las señas de identidad de la poesía de Mariscal recorren las grandes temáticas de la literatura: el amor, la muerte o el paso del tiempo, pero desde "la perspectiva de un hombre que sufre, repudiado en su pueblo y que hoy es el gran poeta de Arcos". Coetáneo de nombres como Caballero Bonald, el autor arcense también fue culpable del olvido al que se ha visto confinado con el paso del tiempo. "Su falta de autoestima y dejación personal provocaron que haya quedado relegado. Se mató a sí mismo". En su obra, además, quedan patentes las "contradicciones personales que, por un lado, le llevan a escribir Quinta palabra, con prólogo de José María Pemán y todo lo que eso significa, y por el otro una obra como Tierra, donde aparece el 'amor oscuro'". Flores también pone en valor la "riqueza léxica, el uso del lenguaje del campo, de los pueblos de Andalucía", entre otras piezas de esta
La obra de Julio Mariscal es una producción "comprometida con la realidad, la oficial, la socialmente aceptada, y la personal", explica la investigadora que asegura seguir sorprendiéndose a cada paso: "para mí es un maestro; su forma de encabalgar los versos o de rematar un poema. Tenía una especial habilidad para construir sonetos", dice. En cuanto al estilo, Blanca Flores explica que "algunos de sus poemarios pueden ser tratados de sencillos" pero encierran "una técnica magistral". Para la escritora gaditana, sin duda, su libro favorito es el mencionado Tierra, de 1965, en el que podemos leer: "Y aquí me tienes como un toro ciego, corneando, furioso, inútilmente, el muro enorme de los prejuicios". Un alegato "brutal", según Flores, que condensa "ese sinvivir" del hombre atrapado en su propia esencia y que solo cuenta con el vehículo de la palabra Asegura que hay aún parte de la obra de Mariscal "inédita y que merece la pena sacar". También "se debe poner en valor su poesía flamenca; escribe estupendas soleás y ayudó a revitalizar de manera académica lo que el flamenco supone de forma popular". Flores admite que todo este material que "no está en el lugar que se merece" saldrá en algún momento a la luz. "Es cuestión de tiempo. Julio Mariscal ha sido maltratado por la Historia de la literatura pero siempre alguien ha reivindicado su obra". Esta Poesía completa es otro interesante punto de partida para conseguirlo.














POEMAS
Ciprés.
(Del libro Corral de muertos)
                                  A Felipe Sordo Lamadrid

AQUÍ, donde los hombres se han tendido
para olvidarse dentro de su muerte,
tú sigues vertical, sin ofrecerte,
limpio y sonoro al último latido.
¿Qué manos que ya fueron se han unido
en tierra cruda para sostenerte?¿Qué talle de otro abril vino a traerte
ejemplo en las cenizas de su olvido?
Bocas sin risa, senos, cabelleras,
se mezclan en tu sangre, envenenada
por el terrible empeño de la altura.
¡Qué loco derrochar de primaveras
en el tapete verde de la nada
para que se cumpliera tu hermosura!         

I
(Del libro Pasan hombres oscuros)


TE nombro fuente, atardecer, locura,
jazmín, recuerdo, corazón o estrella;
y no encuentro palabra que te alcance,
elemental y mía como eres.

Digo entonces mañana, selva, espuela,
horizonte o nostalgia, río, espuma;
y aún no me llegas toda, aún te resbalas
de entre mis manos como agua esquiva.

Y sigo loco: rosa, niña, aurora,
lumbre... ¡Qué vanas todas las palabras, todas!,
y tengo entonces que apretar los labios
y miniar tu figura de silencios.

XV
(Del libro Pasan hombres oscuros)

TÚ mirabas el río,
la flor recién abierta,
el pequeño morir de los boyeros...
Yo miraba tus ojos.
¡Y ya eran mías todas estas cosas!
Y me iba preguntando:
¿Cómo es posible
que en esta cabecita de alfiler de tu pupila
quepa todo el baldío que es el mundo?
¿Cómo es posible?... Y me iba preguntando...
Pero volví los ojos hacia fuera,
rompiendo las amarras de los tuyos,
y al ver las vacas con enormes ubres
que rumian lentamente su tristeza,
y el olivar umbrío, y la alta torre
cimbreada por vientos rondadores,
comprendí que sin verlo
prendido, desdoblado en tus pupilas,
era mundo, era un terrible ático vacío,
un polvoriento surco que nos va consumiendo.
Y desde aquí me supe,
abrazado a tus ojos para siempre,
que el quererte era más que una moneda
lanzada al “cara o cruz” del desearte.

XIII
(Del libro Poemas de ausencia)
                                          
DIJISTE: ¡Para siempre!...
Y te marchaste, breve, entre los pinos.
Y yo - ¡Dios mío! - me iba preguntando:
¿Qué haré con tanta tarde entre las manos?
¿Qué haré cuando me enrede entre las horas?
¿Cuando la estrella clave en mí su nombre?
¿Qué harás, corazón mío?
Y ahora - ya el tiempo alfanje entre nosotros-
me sigo preguntando:
¿Qué haré con tanta tarde, con tanto corazón,
con tanto barro,
si no tengo tus ojos para alzarme?


LA TIERRA
(De TIERRA DE SECANO)

La tierra elemental, partida, sola,
cansada de parir, de acomodarse
con duros agujeros, con cansinos arados;
la tierra horizontal, hembra y desnuda
para el afán del buey y la pisada;
la pobrecita tierra de estameña
con cilicios de agostos y aceituna.

Cruza la tarde el agua viajera
del río violador de naranjales,
el perro perdiguero; lento, el carro;
las cuadradas pezuñas de las vacas...

Hay un nogal achaparrado, un vivo
cabrillear de fuente entre las peñas;
todo se agita y viene y va, y se pierde
en el claro horizonte de un deseo.

Pero la tierra no. La tierra tiene
ese destino de achatarse siempre,
de ser espalda, yunque de galopes,
surco para el maíz y la saliva.