POETAS ANDALUCES
Vicente Núñez
Vicente Núñez (Aguilar de la Frontera (Córdoba), 1926 - Aguilar de la
Frontera (Córdoba), 2002). Estudió Bachillerato en Cabra (Córdoba), en Lucena (Córdoba) y en el
Colegio de los Jesuitas del Palo, en Málaga. Pasó el Examen de Estado en la Universidad Central de Madrid, en 1947. Comenzó los estudios
de Derecho en la Universidad de Granada que luego continuó en
la Universidad de Sevilla. A partir de 1951 comenzaron a aparecer
poemas suyos en diversas publicaciones. Entre 1953 y 1959 vive en Málaga, formando parte del grupo de poetas reunidos en torno a la
revista Caracola. En el Tercer Congreso Internacional de poesía de Santiago de Compostela, celebrado en 1954, entra en contacto con
los poetas del grupo Cántico, vinculándose a la estética de este grupo de
poetas y colaborando en alguno de los números de la revista Cántico. Publica
sus dos primeros libros de poemas en 1954 y en 1957.Durante un corto
periodo vive en Madrid, donde colabora con la
revista Ágora. En 1960 regresó
definitivamente a Aguilar de la Frontera, su pueblo natal y tras largos años de
silencio, justificados por la crisis que desencadena la muerte de su madre y la
decepción del mundo literario que conoce durante su breve estancia en Madrid,
volvió a publicar en 1980.En 1982 obtuvo el Premio Nacional de la Crítica de
Poesía Castellana con su poemario Ocaso en Poley. En 1984 se le nombró Hijo
Predilecto de Aguilar de la Frontera. En 1990 le fue concedida la Medalla de
Plata de las Letras Andaluzas. Socio fundador del Ateneo de Córdoba fue nombrado Ateneista de Honor en 1990.Falleció en Aguilar de
la Frontera, Córdoba, el 22 de junio de 2002.En mayo de 2002 le fue
otorgada la Medalla de Oro del Ateneo de Córdoba y el mismo año, ya fallecido,
y a título póstumo, se le concedió el Premio
Andalucía-Luis de Góngora y Argote de las Letras.
Obra Literaria
Poesía
Elegía a un amigo muerto. (1954)
Tres Poemas ancestrales. (1955)
Los días terrestres. (1957)
Poemas ancestrales. (1980)
Ocaso en Poley. (1982).
Cinco epístolas a los Ipagrenses. (1984)
Teselas para un mosaico. (1985)
Sonetos como pueblos. (1989)
Himnos y texto. (1989)
La cometa. (1989)
La gorriata. (1990)
Rojo y sepia. (1987, publicado en 2007)
Aforismos
Sofisma. (1994)
Entimema. (1996)
Sorites. (2000)
Nuevos sofismas. (2001)
Prosa
Teoría del acto. (1989)
El suicidio de las literaturas:
ensayo, crítica y otros textos (1952-1999) (2002).
“El látigo en
los labios”
Un diálogo
real con Vicente Núñez realizado
poco antes de su muerte.
Jesús Ferrero
—En un lugar
de La Mancha que ya no pertenece a La Mancha, es decir: en Madrid, conocí el
extremo dolor, Jesús, lo conocí. Pero eso quedó en el pasado, que es la región
de la muerte. En cuanto volví a Andalucía volví a recobrar el extraño y
familiar sabor de la vida.
Así me
hablaba en Aguilar de la Frontera el poeta Vicente Núñez poco antes de su
muerte, y bien puedo decir que su personalidad sibilina, unida a un casi
inconcebible sentido de la hospitalidad, dejaron en mí una huella imborrable
que me va a acompañar siempre, por eso me veo ahora en la necesidad de
trasmitir el complejo mensaje que me legó en varias horas de intensa
conversación con él.
Nada más
llegar a Aguilar de la Frontera, encontré al poeta en su taberna habitual: un
establecimiento frecuentado por los hombres del pueblo, en una esquina de la
plaza mayor. Los que hayan estado allí reconocerán que es una de las plazas más
originales y extrañas de Andalucía. Se trata de una edificación octogonal y
alucinantemente blanca, que se abre al visitante como un mandala, y que
desconcierta mucho a la mirada, en parte porque, tratándose de plazas, la
mirada está mucho más habituada a los cuatro lados que a los ocho. Ocho lados
resultan una exageración que tiende a desorientar. Vicente Núñez lo explicó
mejor en un poema, donde viene a decir que esos ocho lados “ya sólo apuntan a
un exceso, a una febril idea métrica. Ya sólo tienen una insólita meta radical:
equivocarse.” Equivocarse o equivocarnos, haciendo que de pronto nos sintamos
en un lugar que de tan sorprendente parece un no lugar.
Y bien, bajo
los arcos de esa plaza, en la taberna que ya menté, hallé sentado a Vicente
Núñez. Su aspecto era el de un personaje alejandrino y kavafiano, trasportado a
la campiña cordobesa, caracterizada por la amable sucesión de las colinas de
color ámbar gris, llenas de vides y olivos. Vicente iba bien peinado, llevaba
una chaqueta oscura y varios anillos de oro blanco en una mano, y fumaba
innumerables cigarrillos negros, de factura española. Su voz, honda y quebrada,
retrataba a un fumador empedernido y a un notable bebedor, pero también a
alguien que sabía hablar al mismo tiempo (y entrelazando dos registros
enemigos) desde la lucidez de la experiencia y desde el calor de un corazón
tragicómico, dotado de un sentido del humor muy irónico, que le permitía usar
la lengua como un látigo finísimo, y nunca como una tralla. Nobleza obliga.
Una de las
primeras sentencias que formuló Vicente en aquella taberna ubicada en el
interior de un octógono fue bien simple:
—La fama es
infamia.
Supe que
había algo parecido a un autorretrato invertido en esa formulación. Conocía
pocos poetas tan poco famosos como Vicente. Cualquier miserable perpetrador de
cuatro versos tristes era más conocido que él. En cualquier lugar, en cualquier
provincia dejada o no de la mano de Dios, cierto, pero también en Madrid y
Barcelona, podías encontrar a cientos de personas y personajes exhibiendo sus
libros de versos o sus novelas, componiendo, todos juntos, un himno
aburridísimo a la falta de sustancia, que viene a ser casi el único argumento
de nuestra época, donde ya siempre la fama es indicio de infamia. Por razones
que él me explicó con precisión y a la vez con vaguedad, Vicente se retiró a su
pueblo y renunció a cualquier forma de relación con la fama, y en parte también
con la infamia, tras un período en Madrid en el que su entrega al amor le
produjo una honda corrosión. Daba la impresión de que se había sentido sin
suelo y sin aliento.
Desde
entonces habían sido raras las ocasiones en que había dejado su pueblo, circunstancia
bien rara en una persona como Vicente, de sexualidad filogriega. Luego me
comentó que a él no le gustaban los efebos de la época clásica. No, a él le
gustaban los muchachos de tipo minoico. Resultaba sorprendente su afirmación.
Vicente no me hablaba del Hermes de Praxíteles o del Discóbolo de Mirón, me
hablaba de los kuros de la escultura arcaica, que podían conducirnos a Creta,
cierto, pero también a Micenas. Y qué duda cabe que quien haya visitado el Museo
Nacional de Atenas habrá observado que los Apolos de la época arcaica resultan
más misteriosos, y probablemente también más bellos, que los del clasicismo,
de un idealismo tan calibrado.
Durante un
buen rato, Vicente estuvo explayándose en lo que él entendía por “dimensión
minoica”. Esa alegría de vivir, ese esplendor gozoso de los cuerpos que todavía
nos trasmite la pintura cretense era lo que de verdad le conmovía.
Algunos meses
antes, Vicente había padecido una trombosis, y caminaba con cierta dificultad,
circunstancia que le humillaba bastante, aunque lo llevaba con toda la
dignidad que le quedaba en el cuerpo, y le quedaba mucha. Le quedaba tanta que
hasta podía derrocharla, y con una generosidad que sólo puedo considerar
inaudita (a Vicente le gustaba mucho ese adjetivo) fumó y bebió todo lo que
quiso.
Recuerdo que
nos dirigíamos desde la taberna al restaurante cuando Vicente comentó: —Si me
cortaran las piernas me quedaría más ligero de piernas. Apreciación irrefutable.
El poeta, que no secundó nuestras risas, me susurró al oído:
—Y lo más
grave es que me las han cortado.
—¿Quiénes?
—Los cortos
que cortan las piernas de los largos. Los cortos que cortan y cortan. He
levantado mi tienda de amor entre animales —añadió, y se echó a reír a carcajadas.
En el
restaurante seguimos bebiendo. ¡Y qué vino! Un fino glorioso que nos fue
elevando hacia sinceridades cada vez más densas y más elementales. Entonces Vicente
murmuró:
—Es una
maldición haber creído tanto en las palabras. Se puede caer en la tentación de
la verdad, pero nunca en la de las palabras. Las palabras deben ser azotadas.
No otra cosa
venía haciendo Vicente desde hace años con sus “sofismas”, algunos ya muy
famosos entre sus amigos.
Como en toda
conversación larga y sostenida, hubo un momento en que nos callamos, buscando
el reposo de la mente y los sentidos. Vicente volvió a llenar las copas de oro
líquido y dijo:
—El silencio
es corpóreo.
Con lo que me
venía a indicar que las palabras no lo eran, o que lo eran menos. Para que lo
fueran, había que tensarlas como él las tensaba en sus mejores poemas, “había
que ponerlas en juego”, como me vino a decir. Según Vicente, las palabras
servían más para ponerlas en juego (retorciendo y trastocando lo que nombraban)
que para comunicar. Y es que, según me dijo, la sintaxis era “la forma en
movimiento”, pero no el fondo, que sólo podía agitarse (o al que sólo veíamos
agitarse) “cuando el lenguaje se convertía en un látigo”.
Yo seguía
callado, pensando en lo que acababa de decirme cuando, completando y a la vez
contrariando mis pensamientos, Vicente añadió:
—No hay que
fiarse de las palabras pero tampoco del silencio.
—¿Por qué?
—Porque es un
perro hambriento.
Gloriosa
definición que el poeta remató diciendo:
—Un perro
hambriento el silencio, y las palabras pirañas. Nada es del todo verbo. Más
abajo, nos habla otro silencio: algo que aparece detrás de un tiempo muerto,
algo que grita desde el ser cuando callamos.
Me dejó
temblando y durante un rato sus palabras resonaron en mi cabeza como
dictámenes. Tras el almuerzo, lleno de manjares cordobeses, continuamos
hablando y bebiendo, mientras se iba acercando el atardecer. El cielo empezaba
a enrojecer cuando nos dirigimos a su casa en el automóvil de un amigo. Mientras
íbamos en el coche, Vicente parecía feliz. Se veía que el vino le había sentado
bien. En muchos aspectos, estaba haciendo una apuesta, en muchos aspectos,
estaba jugando con la muerte. Circunstancia que lo convertía en una
encarnación clara de la sentencia “genio y figura hasta la sepultura”.
Finalmente
llegamos a su casa, que me pareció un cofre lleno de ecos que me conducían al
mundo de Vicente Núñez y al de su poesía. Tras una celosía, se veía un pequeño
jardín cautivo, de una frondosidad desconcertante, que le daba una profundidad
que no tenía. Luego estaba el cuarto donde trabajaba, y cuya ventana daba a la
calle. Una de las paredes la llenaban los anaqueles repletos de libros. En las
otras había cuadros. Las imágenes religiosas y de familia se mezclaban con los
retratos de Rimbaud y Baudelaire, en un ambiente andaluz, barroco y acogedor,
dominado por el cromatismo cálido.
Vicente se
sentó junto a la mesa camilla, se quitó la dentadura que le venía doliendo todo
el día, se relajó, y encendió un nuevo cigarrillo. Fue uno de los momentos más
extraños del día. Nos quedamos solos en su cuarto. Miento. Un perro ladró al
fondo del pasillo y desapareció en las sombras. Entonces Vicente me estuvo
hablando del vértigo.
Me asombró
que no identificara el vértigo ni con el tiempo ni con el espacio, ni con las
alturas ni con las profundidades. El vértigo, según él, podía ser un olor, un
sabor, una mirada y hasta una palabra bien dicha y bien dirigida al centro del
seso y al centro del corazón.
No mucho
después me incorporé, le di un fuerte abrazo y salí de su casa. Afuera me
esperaba un automóvil que me fue conduciendo hasta Córdoba a través del encarnado
y ennegrecido atardecer que, ayudado por la luz de la luna llena, recortaba con
nitidez, sobre un horizonte lleno de fiebre, las colinas amablemente grises de
la alta campiña.
Nunca más
volví a ver al poeta.
Que la tierra
le sea leve.
POEMAS
ANTINOMIA
¡Si
a víctima me alzaras
en
la cruz de tus brazos…!
pero
yerras y aún vivo
CÁNTICO
El
que pasa ignorado por los arcos del mundo.
El
que extiende en el suelo su clámide de oro.
El
que aspira en el bosque rumor de la lluvia
y
olvida su cuidado debajo de los sauces.
El
que besa tus brazos y tiembla y se transforma
a
pesar del embate de todo y de sí mismo.
El
que a tu sombra gime como trémula gema.
El
que pasa, el que extiende, el que aspira y olvida.
El
que besa, el que tiembla y se transforma. El que gime.
MINIMUN
ELIGENDUM
¿A
tan túpida tapia y agria rosa,
a
tanta altura;
a
tu veneno obsceno, a tu dulzura;
a
tanta fosa
y
desventura
me
invitas a escalar? Qué corta cosa,
y
casi impura.
¡A
todos tu hermosura, a la estatura
de
la muerte, esposa
de
tus cosas,
tus
fosas y tus rosas.
XXVI
Huyendo
de Sodoma,
en
un tren detestable,
le
susurré a Descartes – que venía conmigo –
que
el mejor de los métodos
era
el uso obsesivo de la andróminia.
XXX
A
gusto de ninguno
resultó
el testamento
La
codicia se olvida
de
lo que llaman última
voluntad
del difunto.
Al
salir del notario,
distéis
cabal medida
de
lo que siempre fuisteis:
testigos
de un granuja.
VIAJE
AL RETORNO
Et j’ai vu quelquefois ce que l’homme a cru voir
Arthur Rimbaud
Yo
era un maya cuando partí de Palos.
El
mar. Oh gran presagio
en
la noche tendida entre los barriles
y
las lonas de los abastecedores del puerto.
Mi
ajorca de metal poseía ya un nombre,
oh
América de seda.
Aún
recuerdo el olor de las ropas embreadas,
el
poderoso arranque de las cabrias
cantando
en la hermosura
de
los músculos todavía no míos.
Y
desobedecí entonces las advertencias
de
mi cobardía y entonces desnudo
el
himno de los cóndores
de
mi corazón, que se alzaron de júbilo.
Toda
mi miserable sabiduría de códices,
de
estameñas y claustros,
se
desplomó en añicos ante las rojas vidrieras
de
Camagüey y Acapulco,
en
los rudos collares de la gran ceremonia.
¿Qué
fulgor delirante construía mi sangre?
¿Quién
me corona y recibe de tal forma
que
recobro mi doncellez?
Oh
Ruben, y Amado, y Pablo;
Cómo
recuerdo vuestro abrazo de pedernal y colibríes,
el
café tan amargo en los tugurios
de
nueva York y de Río,
el
vino de la concordia en el México ácido
de
Emilio y de Cernuda,
que
nos sabía a Berceo
en
el cáliz doliente de Vallejo y de Bécquer.
¿Y
Federico y Gabriela con bufandas de anémona;
y
Juan Ramón y Borges,
semejantes
a inmensas obsidianas de Whitman?
Porque
no había más tierra para nosotros que América,
ya
no tuve otro límite
que
el de mi corazón encadenado
en
la bodega de su cumplimiento.
Eran
los pájaros. Te conocí en la playa
como
un Rey adolescente de oro cincelado,
yo
que creía que el mundo no era mío.
oh
luz anterior a la luz vista.
Ciego
no está quien al besar la tierra
recobra
la mirada,
quien
su lepra sumerge como un dios en las aguas
ocultas
y sagradas de los cocos;
quien,
tras largos destierros,
encuentra
el paraíso perdido y la aventura.
Ciego
no fui porque fui visto.
Tu
joven madre nos ofreció viandas
y
adornos. Y respiré la brisa de Sevilla.
Me
preguntabas por mis hermanas,
por
las tiendas de Córdoba,
por
Granada e Ipagro.
Y
te expliqué en idioma de rosas y lebreles
nuestras
antiguas tardes por los campos de Soria;
el
viejo nombre de los árboles mágicos,
del
caranday y de la ipecacuana,
y
el hechizo secreto de las reales savias
que
abrasan como hogueras ancestrales y súbitas.
Tu
has descubierto mi cuerpo
que
vivía sin alma.
¿Qué
hacía yo entre los traductores de Toledo
si
las fiestas de Cuzco me aguardaban
entre
relojes y candelabros?
La
memoria es mi estandarte,
y
ella me condujo hasta el templo
de
la posesión. Noches medievales
de
invierno, casa lóbrega,
silla
y arado: América.
No
habléis alto, que despierta
el
grumete de mis tribulaciones
en
la desesperanza de su ensueño.
Porque
en la sabiduría de las estrellas
estaba
el único camino. Y desde su campamento
oí
la voz inextinguible de los míos.
MI
AMIGA
Ríndete
ya, puesto que toda
tu
tardanza te ha convertido
en
un ser disperso. Apura
hasta
el último sorbo
los
opacos e hirientes
cristales
de la tarde
sé
correcto con ella,
pues
la esperaste sin desmayo.
Es
la muerte, tu amiga
vestida
de violetas.
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