lunes, 28 de abril de 2014

RESEÑA DE CUADERNOS DEL NÓMADA DE FRANCISCO BASALLOTE POR PEDRO LUÍS IBÁÑEZ



CUADERNOS DEL NÓMADA, DE FRANCISCO BASALLOTE, TRASEXISTENCIA DEL TIEMPO













La nueva obra de Francisco Basallote es, como siempre, motivo de serena complacencia y gusto poético. A modo de certero y natural apunte, el tiempo es fractura del propio tiempo.



                   Los pasos apremian el camino. El pensamiento es viario que comporta sed de descubrimiento y aliento que impele una nueva jornada. La conciencia se ciñe al silencio. El propósito no es otro que sumirse en la oquedad insondable del tiempo, como las aguas que atraviesan los ojos del puente en su corriente rumorosa y lamen la memoria de sus días. La vasta extensión de lo efímero fluye sin descanso, es un gesto que rinde pleitesía a la fugacidad y remite, indefectiblemente, a la sombra. Nada torna de ella, si acaso la mansedumbre de un hilo que quedamente mana de la alfaguara interior, y argentaria destella en la huella anegada de humedad que fue tránsito y existencia. Nada permanece, salvo la feraz luz que acaricia el verde musgo o besa la pared mordida por dentelladas de abandono y olvido, y rescata milagrosamente su esplendor . Nada pervive, salvo la arcana sensación de resucitar, una vez tras otra, en el imperceptible gesto de las estaciones que conmueven el corazón del mundo y lo transforman.


                Cuadernos del nómada -Francisco Basallote, Anantes Gestoría Cultural- contiene la mirada serena del viajero que se desahucia de sí mismo para estrechar su lazo con el mundo. En su periplo la coexistencia con el tiempo se traduce en la vivencia que se aproxima sin deseo de retener, ni fin de conservar. Es un acuerdo tácito con el sino decadente del ser humano, donde el tránsito se hace consciente y evidencia la fragilidad de su paso que se hace manifiesto en las bellísimas descripciones del malogrado empeño de aquél en eternizar su obra. El acertadísimo título de la obra posee la sonoridad y significación del carácter provisional -entendiéndose como mutable- que exhala el aliento de esta nueva obra del poeta vejeriego, en su constante pugna por el despaego de lo superfluo y el indubitable mandamiento y principio lírico de la búsqueda de la belleza uncida a la aguda introspección temporal y la concentración del pensamiento trascendente. Convirtiendo su creación en un gran átomo poético que irradia energía voz y resonancia personalísimas. Estética y ética que aspiran a reposar en el silencio. La referencia a Matsuo Basho, que antecede a la jornada vivencial y existencial de esta obra, marca la impronta de la naturaleza y sentido del camino que nos propone: "Me llamarán por el nombre de / Caminante; / tempranas lluvias de invierno". En 1689 inició una larga ruta. Fueron 2.000 kilómetros a través de pueblos y montañas al norte de Edo y a orillas del mar de Japón. Este extenuante viaje fue el detonante de su obra maestra, Sendas de Oku. Es un libro espiritual en el que el poeta se distancia de las posesiones mundanas y libera el destino a la llamada del camino que le espera, "Todos los días son viaje".


                Álbum de rostros mudos que en la senda viajera hablan de la piedra inerte que fue símbolo de poder y supremacía, y ahora vierte su arrogancia en los vestigios marcados y maltrechos por la decadencia, testigos mudos del propio hombre que se obstina en procurarse evanescente gloria, "(...) emerge coomo un hito / o enseña estéril / cuando todo termina en el naufragio / como estas piedras vencidas / por la costra del tiempo, / sólo memoria de tristezas / sin pagar que la Historia olvida / aunque sus restos permanezcan". El autor de Estirpe del azar nos invita al itinerario personal y emocional de paisajes, monumentos y ciudades, sin desdeñar la estela espiritual que siempre le acompaña como un oratorio de carácter profano,  que alimenta con esa sinigual apreciación de lo intangible. La densidad de su poesía, elaborada con depuración extrema, contiene la ligereza aparente de una pluma que bambolea el viento, pero que introducida en la mochila del viajero toma  cuerpo de yunque para serenar el paso y, con él, acrecentar la lentitud que purifica la mirada viciada por el vértigo de la sobremodernidad. Entonces la morosa pisada es rito de mansedumbre que cubre rigor y trasunto para concebir el detalle poético como extensión de sí mismo como reducto del paisaje. Como lo es detenerse en la tarde de Jaen, "Pararse sólo en el crepúsculo / como el último pájaro / entre los árboles de las Batallas", desprender el verso como soflama enamorada de luz y pérdida en Medina Azahara, "Mana el dolor / de los ojos de Zahra / y como luz que fluye / de tan hermosos ríos / inunda el jaspe y el mármol / como los brillantes de sus lágrimas", verter la sintonía del acuoso silencio de la fuente y escucharla en el claustro de S. Francisco de la Alhambra, "(...) que detiene el tiempo / en su urdimbre de mirtos / (...) nada existe salvo el agua que canta / lentamente en el corazón / de la clépsidra", la señal que arde en la incierta oscuridad y reconforta la angostura noctura, "Noche de Ronda / una luz escondida / en la rotunda oscuridad /  del vacío, ¿qué hondura / devuelve el eco?", la música que ondula su voz de sol en el patio cuadrado del Louvre, "un violín solo / bajo los arcos / inunda el espacio de Bach / y nuestros corazones / de una emoción / sostenida en el aire / que acaricia la piedra / en los acordes detenidos / en el instante de su magia", o ese fatídico epitafio en la dolorida mirada del Puente de los Suspiros, "Sólo una vez, / la última, / para mirar el brillo / del agua del Canal / y continuar el sueño".


                Discurre incesante y jovial el tiempo nuevo que recrea, por un instante revivido, lo que fuimos y nos abriga de una embaucadora esperanza. Reverdece un instante más, apenas el aleteo de un gorrión, para, inmediatamente, deponer la ilusión por el vago rumor de la nostalgia. En tres secuencias de intemporal asiento y exquisito sello de elegancia y sensibilidad, el amor es eclosión que embriaga y desubica el sentido de la exacta dimensión que parsimoniosamente rumia el reloj. Los poemas  titulados Valle del Jerte..., No nos devolverán el tiempo y Orillas del Sena, son un baluarte de sentida resistencia ante lo irreversible. Así y todo, Francisco Basallote arrima a su seno la veracidad del amor y lo define con excelsa sencillez para, a continuación, cantarle su canción.


Pedro Luis Ibáñez Lérida




               

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