CUADERNOS DEL NÓMADA, DE FRANCISCO BASALLOTE, TRASEXISTENCIA
DEL TIEMPO
La nueva obra de Francisco Basallote
es, como siempre, motivo de serena complacencia y gusto poético. A modo de
certero y natural apunte, el tiempo es fractura del propio tiempo.
Los pasos apremian el camino. El pensamiento es viario que comporta sed de
descubrimiento y aliento que impele una nueva jornada. La conciencia se ciñe al
silencio. El propósito no es otro que sumirse en la oquedad insondable del
tiempo, como las aguas que atraviesan los ojos del puente en su corriente
rumorosa y lamen la memoria de sus días. La vasta extensión de lo efímero fluye
sin descanso, es un gesto que rinde pleitesía a la fugacidad y remite,
indefectiblemente, a la sombra. Nada torna de ella, si acaso la mansedumbre de
un hilo que quedamente mana de la alfaguara interior, y argentaria destella en
la huella anegada de humedad que fue tránsito y existencia. Nada permanece,
salvo la feraz luz que acaricia el verde musgo o besa la pared mordida por dentelladas
de abandono y olvido, y rescata milagrosamente su esplendor . Nada pervive,
salvo la arcana sensación de resucitar, una vez tras otra, en el imperceptible
gesto de las estaciones que conmueven el corazón del mundo y lo transforman.
Cuadernos del nómada -Francisco Basallote,
Anantes Gestoría Cultural- contiene la mirada serena del viajero que se
desahucia de sí mismo para estrechar su lazo con el mundo. En su periplo la
coexistencia con el tiempo se traduce en la vivencia que se aproxima sin deseo de
retener, ni fin de conservar. Es un acuerdo tácito con el sino decadente del
ser humano, donde el tránsito se hace consciente y evidencia la fragilidad de
su paso que se hace manifiesto en las bellísimas descripciones del malogrado
empeño de aquél en eternizar su obra. El acertadísimo título de la obra posee
la sonoridad y significación del carácter provisional -entendiéndose como
mutable- que exhala el aliento de esta nueva obra del poeta vejeriego, en su
constante pugna por el despaego de lo superfluo y el indubitable mandamiento y
principio lírico de la búsqueda de la belleza uncida a la aguda introspección
temporal y la concentración del pensamiento trascendente. Convirtiendo su
creación en un gran átomo poético que irradia energía voz y resonancia personalísimas.
Estética y ética que aspiran a reposar en el silencio. La referencia a Matsuo
Basho, que antecede a la jornada vivencial y existencial de esta obra, marca la
impronta de la naturaleza y sentido del camino que nos propone: "Me
llamarán por el nombre de / Caminante; / tempranas lluvias de
invierno". En 1689 inició una larga ruta. Fueron 2.000 kilómetros a
través de pueblos y montañas al norte de Edo y a orillas del mar de Japón. Este
extenuante viaje fue el detonante de su obra maestra, Sendas de Oku. Es
un libro espiritual en el que el poeta se distancia de las posesiones mundanas
y libera el destino a la llamada del camino que le espera, "Todos los
días son viaje".
Álbum de rostros mudos que en la senda viajera
hablan de la piedra inerte que fue símbolo de poder y supremacía, y ahora
vierte su arrogancia en los vestigios marcados y maltrechos por la decadencia,
testigos mudos del propio hombre que se obstina en procurarse evanescente
gloria, "(...) emerge coomo un hito / o enseña estéril
/ cuando todo termina en el naufragio / como estas piedras vencidas
/ por la costra del tiempo, / sólo memoria de tristezas / sin
pagar que la Historia olvida / aunque sus restos permanezcan".
El autor de Estirpe del azar nos invita al itinerario personal y emocional de paisajes,
monumentos y ciudades, sin desdeñar la estela espiritual que siempre le
acompaña como un oratorio de carácter profano,
que alimenta con esa sinigual apreciación de lo intangible. La densidad
de su poesía, elaborada con depuración extrema, contiene la ligereza aparente
de una pluma que bambolea el viento, pero que introducida en la mochila del
viajero toma cuerpo de yunque para
serenar el paso y, con él, acrecentar la lentitud que purifica la mirada
viciada por el vértigo de la sobremodernidad. Entonces la morosa pisada es rito
de mansedumbre que cubre rigor y trasunto para concebir el detalle poético como
extensión de sí mismo como reducto del paisaje. Como lo es detenerse en la
tarde de Jaen, "Pararse sólo en el crepúsculo / como el último
pájaro / entre los árboles de las Batallas", desprender el
verso como soflama enamorada de luz y pérdida en Medina Azahara, "Mana
el dolor / de los ojos de Zahra / y como luz que fluye / de
tan hermosos ríos / inunda el jaspe y el mármol / como los brillantes
de sus lágrimas", verter la sintonía del acuoso silencio de la fuente
y escucharla en el claustro de S. Francisco de la Alhambra, "(...) que
detiene el tiempo / en su urdimbre de mirtos / (...) nada existe salvo
el agua que canta / lentamente en el corazón / de la clépsidra",
la señal que arde en la incierta oscuridad y reconforta la angostura noctura,
"Noche de Ronda / una luz escondida / en la rotunda
oscuridad / del vacío, ¿qué
hondura / devuelve el eco?", la música que ondula su voz de sol
en el patio cuadrado del Louvre, "un violín solo / bajo los
arcos / inunda el espacio de Bach / y nuestros corazones / de
una emoción / sostenida en el aire / que acaricia la piedra /
en los acordes detenidos / en el instante de su magia", o
ese fatídico epitafio en la dolorida mirada del Puente de los Suspiros,
"Sólo una vez, / la última, / para mirar el brillo / del
agua del Canal / y continuar el sueño".
Discurre incesante y jovial el tiempo nuevo que
recrea, por un instante revivido, lo que fuimos y nos abriga de una embaucadora
esperanza. Reverdece un instante más, apenas el aleteo de un gorrión, para,
inmediatamente, deponer la ilusión por el vago rumor de la nostalgia. En tres
secuencias de intemporal asiento y exquisito sello de elegancia y sensibilidad,
el amor es eclosión que embriaga y desubica el sentido de la exacta dimensión
que parsimoniosamente rumia el reloj. Los poemas titulados Valle del Jerte..., No
nos devolverán el tiempo y Orillas del Sena, son un baluarte de
sentida resistencia ante lo irreversible. Así y todo, Francisco Basallote
arrima a su seno la veracidad del amor y lo define con excelsa sencillez para,
a continuación, cantarle su canción.
Pedro Luis Ibáñez
Lérida
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