Una
magnífica reseña de la
Antología de Julio
Mariscal “La mano abierta”, de Joisé Ponce y prólogo de Pedro Sevilla, que nos
ofrece el poeta de Benalup, Alejandro Pérez Guillén.
LA MANO ABIERTA, JULIO MARISCAL MONTES
Cuando dos magníficos poetas como
José Mateos y Pedro Sevilla se alían para homenajear a uno de sus maestros,
Julio Mariscal Montes, los aficionados a la poesía no tienen más remedio que
sentirse satisfechos por tres motivos fundamentales: en primer lugar, porque
sale a la luz la figura indiscutible de un escritor indispensable; en segundo
término, por la cuidada selección y por el cariño que se le ha dispensado a
esta antología; y, en última instancia, por la apuesta decidida de una
editorial como Renacimiento por la buena literatura.
En La mano abierta el pasado y el presente se entrecruzan en una historia de amor en la que el sabor
antiguo de las serranillas medievales brota con fuerza en pleno siglo XX, con
una vitalidad tan sorprendente como acertada, en la que el recuerdo se teje con
los hilos dorados de la ternura, de una naturaleza que descansa entre los
brazos del poema, como si las ramas del paisaje cayeran ante nuestros ojos tal
versos desmayados. El poema late entre las sílabas. Es un corazón que
sobrevuela las conciencias al modo de una mariposa que se niega a posar sus
pies en el suelo, pues siempre queda revoloteando en el estrecho cerco de la
memoria. Una memoria que lucha contra las ausencias, contra los mordiscos
implacables del olvido.
La infancia cabalga a lomos de un
caballo que repite de manera incansable el ciclo de la vida, navega en un barco
de papel que describe las estelas de unos sueños y regresa a la orilla del
verso a través de un Ubi sunt cuyas
olas arrastran el peso de una inocencia que nos empapa las entrañas, que moja
de rocío las flores tristes del recuerdo. El poeta se pregunta dónde están los
años perdidos, al mismo tiempo que intenta recuperarlos con la palabra. Piensa
que dejar de creer en los reyes magos es dejar de ser un niño y el hombre no
puede crecer si deja atrás sus raíces. En estas líneas el lector puede oír el
grito desconsolado de la melancolía, de unos tiempos que se reproducen, dulces,
en la lectura, que en la escritura se reconstruyen palmo a palmo, con el dolor
salvaje de la pérdida.
Muchos hablan de poesía urbana,
mientras que en estas páginas danza, al ritmo de la cosecha, al paso continuo y
lento de los jornaleros, una lírica tan íntima, tan distinta y distante de la
ciudad que podríamos denominar poesía rural, sin ningún atisbo de menosprecio,
sino con el único fin de elevarla al lugar que se merece. Pedro Sevilla me
contó una vez que la mayor enseñanza de su padre, tanto en la literatura como
en la vida, fue el reclamo de la espera, ya que un campesino nunca puede
precipitarse. Hay un momento para arar la tierra. Un instante para plantar las
semillas. Un tiempo imprescindible para regar la sed del esfuerzo. Un instante
para el florecimiento. Un momento para la recogida. El hombre de hoy en día ha
perdido el reloj de la paciencia, la
capacidad para la reflexión y la necesidad de esperar a que el agua y el sol
maduren entre estaciones. La poesía de Julio Mariscal Montes, en su aparente
sencillez, madura con la lógica del tiempo, sin prisas, salvo las que dicta el
corazón.
De la sentida evocación de la
infancia y de otros tiempos, el poeta se detiene a mirar de frente a la muerte,
cara a cara, como los dos extremos de una interrogación que es la vida. Mira a
la muerte para rescatarla del olvido, sacando a la luz no sólo personalidades
del mundo de la literatura, sino el anonimato de personas cotidianas. El
quehacer diario de nuestras existencias es más común y corriente de lo que
suponemos, pero no por ello menos importante. El diario íntimo de cualquier
individuo de a pie no está formado por un compendio de heroicidades, sino por
detalles pequeños que conforman su personalidad. Corral de muertos arranca con el símbolo del ciprés que permanece
erguido más allá de lo razonable en contraste con la horizontalidad de los
cuerpos yacientes y termina con el homenaje a un médico, incapaz de dar cura a
sus males. Su condición católica se enfrenta siempre al pecado de la manzana y
la serpiente corrosiva de la culpa amenaza la figura del poeta como un demonio
que está al acecho en cuanto uno baja la guardia.
Cuando afronta el tema de la muerte,
poemas elegíacos dirigidos a personas de carne y hueso, más hueso que carne por
desgracia, no llega a mencionar los tres tipos de vida que desfilan por las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge
Manrique. Se centra fundamentalmente en la vida en la tierra y muestra un
sentido dolor por la pérdida de una belleza que se marchita con el fin de la
existencia. En algunos personajes se ensalza la vida de la fama, un repertorio
de méritos que el finado ha contraído a lo largo de los años como una moneda
falsa de una futura inmortalidad. Sin embargo, Julio Mariscal Montes pasa de
puntillas por la vida eterna. Prefiere la rosa efímera de la vida terrenal y le
recrimina a Dios cierta despreocupación por el ser humano. El último día asume la condición de que el hombre nace condenado
a morir y de nada sirven las quejas por
conseguir un grito mayor de protagonismo. Nacemos con fecha de caducidad. A estos parámetros llega el poeta
no por convicciones políticas o ideológicas, sino por la asunción de una
religiosidad que se hospeda en su alma gracias a la intercesión de Jesucristo,
en ese aspecto humano en el que el poeta se refugia cuando empieza a faltarle
la esperanza.
Tras abordar el tema de la muerte, se
eleva el motor de la existencia. Pasan
hombres oscuros es un poemario en el que el amor le otorga el colorido que
le falta al título, en el que el amor empieza a darle sentido a la rueda
misteriosa de los días y a través de esa luz el poeta se siente más capacitado
para contemplar el mundo que lo rodea, las injusticias que claman al cielo y
las justicias que nos devuelven los espejos reflectantes de sus poemas. A
través del amor Julio Mariscal Montes busca su salvación social, aunque sigan
latiendo con fuerza esa poderosa fe religiosa y su condición homosexual, una
lucha interna que nunca tendrá fin. Una visión cristiana y humana de la vida de
Cristo que se halla en todo lo bello que encontramos a nuestro alrededor. Un
fatalismo tanto más acuciante cuanto menos vitalismo poseemos.
Poemas
de ausencia es un
juego de renuncias y proclamación del amor. Es un recuento del pasado donde
solo sale ileso el fuego de la pasión, el único motor capaz de darle sentido al
mundo, a la vida. Cuando ya no queda nada a lo que aferrarse, brota la flor de
un beso para recordarnos que, incluso en las peores circunstancias, puede haber
un motivo para la sonrisa. Los ojos de la persona amada sirven de faro a través
del cual se puede contemplar la belleza de este mundo, la existencia cotidiana
de cada uno de nosotros.
Tierra
de secano presenta
un verso árido, seco, sobrio y hambriento como símbolo del día a día en un
pueblo donde el hambre y la miseria nos impiden llegar a plantearnos otras
metas, otros sueños. Cuando uno lucha de sol a sol y de tierra a tierra por una
miserable hogaza de pan, para cubrir las necesidades primarias, no le sobra ni
un ápice de fuerzas para otros menesteres. Tierra
de secano es un poemario de denuncia donde también surge el amor hacia
aquellos que no tienen otra salida más que la supervivencia.
Tierra canta al amor homosexual. El amor
oculto, el amor clandestino es un amor que nace muerto. Debemos tener en cuenta
que la España de los años 60 y concretamente la vida en un pueblo del sur es
poco propicia para nadar contracorriente. Cuando la sociedad establece unas
normas y el hombre no quiere enfrentarse a la opinión mayoritaria de la
población, se ve abocado a vivir la pasión de cuerpo hacia adentro sin poder
sacar a la intemperie un corazón herido. Estos versos son las únicas bofetadas
que el poeta propina a un universo poblado de prejuicios.
Poemas
a Soledad no es un
poemario que recorre el presente del poeta, sino una visión lejana del amor
cuando la inocencia poblaba nuestras conciencias. Salen a flote los días de
colegio, esos días azules, proclives a la sorpresa, las tardes de ternura con
su madre, los cuerpos tumbados al hambre de las prostitutas en un intento de
dotarlas de la dignidad necesaria para continuar adelante, un pasado cargado de
vitalidad que nos empujaba a llevarnos la vida por delante y cierto desencanto
por el paso del tiempo, por un corazón minado por el sabor agridulce de las
pérdidas. La imposibilidad de volver atrás es una herida que se cura, en parte,
gracias al poema.
En Trébol de cuatro hojas se acentúa el pesimismo vital del poeta y se
intuye el calor cercano de la muerte, una conversación a media voz entre Dios y
los recuerdos, entre Mariscal y su pasado, entre el poeta y Dios, de modo que estos elementos se erigen en el sostén que lo
mantienen con vida, la fuente de la que bebe y el agua que se expande por la
garganta de la memoria. Vuelve al igual que en Poemas a Soledad a concitar en el verso el eco remoto del primer
amor y sus días de colegio, de esa infancia que encarna la inocencia del ser
humano y la presencia de un corazón intacto. Sin embargo, en Trébol de cuatro hojas hay mayor espacio
para el desengaño, para la desesperanza. Es como si el poeta no encontrara las
palabras exactas para desandar el camino hacia sus primeros pasos y se ocultara
bajo la alfombra dolorosa del silencio. Regresa al hogar de sus primeros días
en busca de esas huellas que le permitan reencontrarse con su familia, con esos
objetos cotidianos que el tiempo se ha encargado de borrar, de esos objetos que
seguirán su curso más allá de nuestra existencia. Aparece un Mariscal
inconformista que no halla más escapatoria que la muerte, más futuro que la
lápida y un confidente mudo que es Jesucristo, clavado en la madera. Aparece un
Mariscal vencido, cansado de luchar consigo mismo, ante la vacía soledad del
desencanto.
Aún
es hoy se tiñe de
negro, pues el poeta se hace sombra, se acerca de manera peligrosa a la muerte
y en esos momentos en los que ve próximo su destino final convoca la ternura de
su madre en el papel, deshoja la margarita del amor en unas ansias por seguir
vivo, en una desgana por seguir sufriendo, como el niño, temeroso del agua, que
se asoma a la orilla y sale corriendo en cuanto el agua moja sus pies. Una
necesidad de amor que trae consigo el dolor punzante de sus espinas.
En definitiva, La mano abierta es una metáfora gráfica de un pueblo como Arcos
tumbado tristemente sobre la campiña, es un gesto de denuncia ante el poder
abusivo de los terratenientes, un grito desconsolado ante el hambre y la
miseria en la que el hombre del campo se veía envuelto cada día, un canto
alegre en las ramas de la esperanza, una copla desgarrada hacia el amor, un
gesto noble de perdurar más allá de la inevitable muerte, el gesto claro de
entender que la muerte es un estadio más de la vida. Un dios humano que nos
sirve de consuelo en las noches en vela. Una trayectoria poética que aborda
todos los aspectos del ser humano.
ALEJANDRO PÉREZ GUILLÉN
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