POETAS ANDALUCES
JOSÉ ANTONIO MUÑOZ ROJAS
Nacido en Antequera (Málaga) en 1909, la vida literaria de José Antonio
Muñoz Rojas ocupa holgadamente tres cuartos de siglo, desde el momento de
conformación de las estéticas del 27 hasta bien entrado el siglo XXI. A lo
largo de todos esos años, ha visto pasar a su lado la fiebre vanguardista de
los veinte, la poesía «entre pureza y revolución» de los treinta, la oposición
entre el garcilasismo y el expresionismo tremendista de los cuarenta, el
socialrealismo y las estéticas que se abren hacia el medio siglo, los
culturalismos y esteticismos marginales, las poéticas del 68, la poesía
figurativa y la poesía minimalista a partir de los ochenta..., y así hasta el
cansancio. Ya en los años de su fecunda vejez, su obra (rescatada y dada a la
luz por la editorial Pre-Textos) se ha levantado del duradero y parecía que
cómodo silencio en que se encontraba, para convertirse en una presencia viva, a
la que muchos poetas jóvenes acuden para familiarizarse con algunos rasgos
esenciales de la poesía de un siglo.
Muñoz Rojas estudió con los jesuitas de Málaga y Madrid, y cursó Derecho en
la Universidad Central. Por entonces fundó -con José Antonio Maravall, Leopoldo
Panero y José R. Santeiro- Nueva Revista (1929-1931). Con la publicación
de su primer libro, Versos de retorno (1929), tomó contacto con los
directores de Litoral (Prados y Altolaguirre) y José Luis Cano, además
de granjearse la amistad de muchos poetas del 27, entre ellos Vicente
Aleixandre. En ese contexto, colaboró en revistas como Mediodía, Isla,
Los Cuatro Vientos, El Gallo Crisis, Caballo Verde para la
Poesía, Cruz y Raya...; años después lo haría también en
publicaciones de posguerra como Escorial, Garcilaso, Ínsula,
Arbor, Papeles de Son Armadans, etc.
En 1932 opositó sin éxito al cuerpo diplomático, y entró a trabajar en la
Escuela Internacional fundada por José Castillejo. En septiembre de 1936, y
gracias a la intervención de sus amigos de Cambridge los profesores Bullock y
Parker, se incorporó a la lectoría de español de dicha Universidad, en la cual
pudo iniciar una investigación sobre las relaciones de los poetas metafísicos
ingleses con los autores españoles de su tiempo.
Concluida la Guerra Civil, en 1940 volvió a Málaga, donde, entre otras
actividades, fundó con Alfonso Canales la colección «A quien conmigo va».
Instalado en Madrid, en 1952 ingresó en el Banco Urquijo, del que fue
Secretario General, y se ocupó intensamente de su Sociedad de Estudios y
Publicaciones.
Versos de retorno supuso una aportación dentro de la corriente neopopular y machadiana,
perceptible también en libros posteriores como Cancionero de la Casería,
mientras que con Ardiente jinete desarrolla el tema amoroso con cierta
experimentación vanguardista. A aquel libro le siguieron títulos como Canciones,
Sonetos de amor por un autor indiferente, Abril del alma y, sobre todo, Cantos
a Rosa, símbolo de la belleza y la fugacidad del tiempo, todos ellos
poemarios en torno al amor, la melancolía serena y la armonía del alma con la
naturaleza, de la mano de un estilo directo y coloquial que busca el
acercamiento entrañable al ser. Con Las cosas del campo aborda la prosa
poética marcada por cierto estilo horaciano, presente también en su obra
memorialística: Historias de familia, Las musarañas, Amigos y maestros, La
gran musaraña o Dejado ir (estancias y viajes). Una vertiente más
reflexiva da curso a las preocupaciones en torno al recuerdo, la soledad y el
tiempo, bajo un estilismo de ruptura y repeticiones que se puede rastrear en
sus libros de diversas épocas -en muchos de los cuales el tiempo de la
escritura no concuerda con el de la publicación-: Al dulce son de Dios,
Consolaciones, Lugares del corazón en nueve sonetos que lo celebran, Salmo,
Oscuridad adentro, Objetos perdidos, Entre otros olvidos, Rescoldos o La
voz que me llama.
Es autor también de Ensayos anglo-andaluces y de diversas obras
dramáticas (Hay que lamentar una víctima y Cuando llegue el otoño),
y ha traducido a poetas ingleses como Wordsworth, John Donne, Crashaw, Hopkins
o Eliot. Fue Premio Nacional de Poesía en 1998 por Objetos perdidos, y
en 2002 se le concedió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana por el
conjunto de su obra.
Francisco Ruiz Soriano
José Antonio Muñoz Rojas, poeta en verso y prosa
por Fernando Ortíz
«En mi fin está mi principio». El
lema bordado en el trono de María Estuardo aparece en el verso final de East
Coker, el segundo de los Cuartetos de Eliot, uno de los maestros
confesados de Muñoz Rojas. Pues bien,empecemos esta disertación hablando de uno
de sus últimos libros publicados, El comendador (2006), singular novela
histórica porque, al ser Muñoz Rojas descendiente del comendador y vivir sobre
el mismo suelo y bajo el mismo cielo -en Antequera, de la que fue alcaide, tuvo solar este
personaje del Renacimiento-, se produce una intensa empatía del novelista con el
personaje novelado. Quizá sería más exacto decir biografiado por la
documentación tan excelente y cumplida que se maneja, si no hubiera asimismo
una riqueza imaginativa que es la que nos lo hace tan real y vivo. Desde
grandes cronistas como Pero Mexía y fray Prudencio de Sandoval, autor de la Vida
y hechos del emperador Carlos V, hasta el propio testamento del comendador,
legajos, documentos y coplas de la época, han sido escudriñados con la paciente
minuciosidad del erudito. Lejos de cualquier apresuramiento -el cuerpo
del manuscrito está fechado en 1959 y existe una larga addenda de 1975-, Muñoz Rojas
ha conseguido crear un personaje de carne y sangre y no de cartón-piedra.
Pero quizá el lector se pregunte,
¿quién era el comendador? Se llamaba Lope Ruy Díaz de Narváez y Rojas,
comendador de Castilleja de la Cuesta, de la Orden de Santiago, del Consejo del
emperador Carlos V, fiel ejecutor de la ciudad de Antequera, capitán de Su
Majestad, que luchó heroicamente, al servicio de su rey, desde la conquista de
Mazalquivir a la de Túnez, pasando por Trípoli, Navarra, las Comunidades,
Fuenterrabía y Pavía. Cuando lo llamó Carlos V a Túnez tenía ya más de ochenta
años y, aunque veía su fin cercano, acudió ante la suasoria llamada de su
señor. Los huesos de tantos familiares suyos (entre ellos, dos hijos) yacían
insepultos en los arenales africanos que él, hombre de fronteras y muchos años
cansado de guerrear, hizo constar en acta sus últimas voluntades antes de salir
por postrera vez al campo de batalla.
Al escribano Álvaro de Oviedo le
dictó sus disposiciones: «Acudamosa lo eterno, que es la fama vividora» dijo.
«Si la voluntad de Dios Nuestro Señor fuere de me llevar de la presente vida en
la jornada, donde quiera que falleciere mi cuerpo sea trasladado a la ciudad de
Antequera». Enterramiento y fundación dejó concertadas con Santo Tomás de
Villanueva. En la iglesia de San Agustín hubo 17 banderas que proclamaban sus
glorias en el arco toral. Eso oía a sus familiares el niño José Antonio cuando
iba con ellos al templo. Ya no había banderas, ni siquiera inscripción ni
lápida en el suelo, pues fue recubierto de cemento en una restauración. Nuevo
discurso de las armas y de las letras que aprendería José Antonio desde su
infancia. Polvo las banderas, la lápida y los huesos de quien fuera alcaide de
su ciudad. Sólo quedaba la palabra. In principio erat Verbum. Legajos de
la época, algunos documentos y la siempreviva palabra de algunos grandes poetas
antequeranos, que perdurará quizá lo que nuestra lengua. Lección temprana y
magistral. Y la memoria se va a otro heroico hombre de armas, perteneciente a
una de las más poderosas estirpes de la nobleza castellana. A don Rodrigo
Manrique, maestre de Santiago, comendador también, éste de Segura de la Sierra,
y conde de Paredes. Si nos acompaña vivamente en la memoria no es por sus
muchas victorias. Es por las inmortales Coplas por la muerte de su padre
que escribiera su hijo Jorge Manrique, otro poeta dilecto de Muñoz Rojas. José
Antonio Muñoz Rojas aprende pronto el valor de la palabra, y así nos declara al
hablar del poeta contemporáneo suyo que más profundamente le impresionara, Antonio
Machado: «Tenía lo esencial del poeta, que es lo esencial del hombre: su
palabra. Lo demás importaba poco». Corría el año de 1927.
Seguiré hablando de los libros
finales de José Antonio, porque, como en el poema de Eliot, «En mi comienzo
está mi fin», para terminar diciendo: «En mi fin está mi comienzo». Entre
comienzo y fin suceden muchas cosas... Pero lo esencial del ser humano es un fatum,
un natural desenvolvimiento, el suyo propio, no intercambiable por otro, que
sigue un curso al que los accidentes y los años modifican, pero no
desnaturalizan. Así es que hablaré ahora del ciclo de «Poesía de senectud» de
José Antonio Muñoz Rojas, formado por Objetos perdidos (1997), Entre
otros olvidos (2001) y La voz que me llama (2005). Todos estos
libros se encuentran recogidos en la Obra completa en verso, publicada
en 2008 con prólogo y al cuidado de Clara Martínez. De Objetos perdidos
ya señalé en mi libro Contraluz de la lírica: «Es un largo poema
dividido en veintiséis estrofas numeradas en romanos. Se trata de un
zigzagueante monólogo donde de lo más cotidiano (la pérdida de las gafas, por
ejemplo, que da ocasión a una frase hecha) se pasa, por medio de sutiles giros
del lenguaje, a las grandes preguntas metafísicas: «Pensabas que tenías que
hacer esto y lo otro, / y lo de más allá [...]./ ¿Hay más allá?, me pregunto».
La vida de José Antonio ha consistido en un perpetuo anhelo de receptividad
ante lo que le importa: Dios y la naturaleza, y muy especialmente la naturaleza
que rodea la Casería del Conde, para él verdadero milagro en constante
renovación. Cuando la turbamulta y las turbaciones y miserias propias de la
condición humana nos apesadumbran sólo nos queda la humildad y el «dejarse ir»,
el ponerse en las manos de Dios: «La tua volontate è nostrapace» es un
verso casi entero de Dante, con la única omisión de la primera palabra, la
preposición «En», que el poeta ha reproducido en Objetos perdidos.
La sequedad interior a veces acongoja al autor, la duda le hace tartamudear, y
este trastabilleo en la búsqueda de la paz es el movimiento que reproducen
magistralmente los versos libres y encabalgados del poema. Un movimiento a
trompicones, a valsonazos... O, más exactamente, al son de la personalísima
música elaborada en una rica y larga vida de actitud espiritual expectativa y
acezante. Esta música, a pesar de los temas tratados, nunca suena con
solemnidad, sí con desenfado coloquial y humor y, a momentos, cuando la ocasión
lo requiere, con grave sencillez. Léase, al respecto, la estrofa XVII: «Hay
palabras que se unen y crean. / Su unión siempre es fecunda. Quien las tenga /
de huéspedes en el alma será salvo, / decirlas es perderlas. Viven dentro. /
Sus nombres son Silencio y Soledad. / Y su fruto la paz. A veces nuestra».
Resuenan ecos de San Juan y del
Eliot de los Cuatro cuartetos pero, más que en el halago exterior, en la
médula de este poema, pues hay un similar anhelo en el poeta inglés, el fraile
carmelita y José Antonio Muñoz Rojas: «Ahora que lo pienso bien / lo que me
pasa es lo que no me pasa. / Qué es lo que me pasa, Dios mío? / Que no me pasa
nada. Por eso / me quedo así sin hacer nada / Sabes lo que haces, o lo que
dices / cuando dices, sin hacer nada? / Puede no hacerse nada? Sería / nada, lo
que tú haces, / Dios mío / Nada y nadie. Es eso todo?».
Hasta aquí la cita sobre Objetos
perdidos de mi libro Contraluz de lalírica. Hablemos ahora del
siguiente poemario del autor, Entre otros olvidos (2001). Este poemario es de
poesía religiosa, que no sacra. Quiero indicar con tal distinción que el autor,
con acertado criterio poético, nos da el proceso de sus experiencias y no el
resultado de ellas. Sin altisonancia, al exponer los datos de su hombre
interior brota naturalmente el vislumbre y la preocupación de lo divino. Con
difícil sencillez, en un lenguaje muy coloquial, escribe con sutil simbolismo
que remite las preocupaciones del poeta en último término a Dios. Estas
preocupaciones son, fundamentalmente, el agradecimiento ante la belleza de la
naturaleza, el amor, el peso y la fatiga de los años, la memoria y los olvidos
que la edad depara. La primera parte del volumen, «Cuestiones», trata de la
sequedad interior, de la epifanía de la poesía y del Espíritu. He escrito esta
última palabra con mayúscula inicial porque el autor escribe: Veni Sancti
Spiritu. Hay un bellísimo poema donde se dan todos estos temas
entrelazados, y es en el «Homenaje» que Muñoz Rojas dedica a Fray Luis.
La segunda parte del volumen se
titula Cuánto Abril, título que recuerda un famoso poema de su amigo
Jorge Guillén y Abril del alma, poemario de Muñoz Rojas publicado en
1943. Las referencias a las hermosuras de la naturaleza que captan los sentidos
se encuentran sensorialmente expuestas: «Como si el jaramago no estuviera / con
sus incontinencias / enmiles de amarillos, / proclamando aquí estoy, tenedme
en cuenta». Sin dramatismos, se dice del apagamiento de esos mismos
sentidos: «los años, los peligros / de andar a tientas como siempre andamos /
reclamando la pared, el suelo, el muro / donde apoyarnos». Al fin, unos versos
vienen a recordarle a quien los escribe: «Déjate ya de abriles y de rosas [...]
/ que todo es uno y lo mismo, / y lo demás, y los demases. / Y siempre Ese».
Escrita la «e» inicial de «Ese» con mayúscula. Detrás de las apariencias está
Dios, viene a decirnos el poeta.
La tercera parte, «Olvidos», consta
de poemas amorosos. El amor es visto como «chorro de vida / dándole de pronto /
sentido al sinsentido». Pero ese amor humano es, con frecuencia, trascendido.
Palabras como «eternidad» y «resurrección» se deslizan como al desgaire en
estos madrigales donde el poeta habla, con llaneza no reñida con el pudor, de
su indefensión y de la injuria de los años. De la precariedad, en fin, de la
más honda aventura humana, en tanto que humana, que es el amor.
El último libro de versos de este
ciclo se titula La voz que me llama, y cierra por ahora su obra en
verso. Se trata de un poemario de aparente sencillez y aun descuido, pero de
secreta complejidad. Hay que haber leído con atención la obra anterior del
autor para captar muchos de sus matices. Así, pienso que «La elegía de la
Alhajuela» (finca en la que fue feliz en sus años infantiles, hoy derruido el
caserío y la tierra sin labrar), a más de estar presente en textos anteriores
de M. R. es quizá, un poema clave en el que gravita el Eliot que afirma: «El
fin de todo nuestro explorar / será llegar a donde empezamos / y conocer el
lugar por vez primera, / a través de la desconocida, recordada puerta / cuando
lo último que quede en la tierra por descubrir / sea lo que era el principio».
El tono oracular de Eliot se convierte en coloquial en Muñoz Rojas. Veámoslo:
«Un montón de escombros es lo que queda / de aquella entrada, de aquella
reguerilla / donde corría el agua eternamente el agua / [...] / Busco la
entrada y no está y la estoy viendo / sin poder entrar aunque estemos viéndola
/ y sintiendo el agua cantando, el agua correr». Asimismo, en el poema donde
escribe: «a eso que llamabas Paz contestando / a la voz que te
preguntaba Quién?», está aludiendo a la fórmula con la que se le
preguntaba quién era al que llegaba a la casa de su niñez y cómo era bienvenido
con la palabra «paz». La mujer encargada de franquear la puerta se llamaba Paz
y daba la paz a quien llegaba a la casa. Sobre ello, que recuerde, había escrito
al menos M. R. un memorable soneto (el primer soneto de Lugares del corazón
en la edición de Clara Martínez) y también una prosa poética en Las
musarañas (el poema en prosa «El mundo y la casa»).
Los 28 breves poemas de La Voz
que me llama son 28 latidos que cantan la Naturaleza o bien se cuestionan
desde la senectud el sentido de la vida. En el temblor de estos poemas de
cortos, irregulares y escasos versos, apenas apuntes, se habla de la palabra,
de la verdad, de la inspiración -«un reguerillo»-, como gusta decir Muñoz Rojas. Galerías del alma:
«una mano que te lleve, / un corredor reluciente». La soledad sonora que en su
interior resuena. Indagaciones en la penumbra donde, machadianamente, trata de
asir una respuesta: «Mientras tanto, tratas de no replicar / a preguntas sin
respuesta». O «Entre inventar y sentir / se va la vida sin sentirla». Fogonazos
de claridad y de misterio, estas escuetas líneas siguen la poética preceptuada
por Antonio Machado en el prólogo de sus Soledades: «[La poesía es] una
honda palpitación del espíritu: lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo
que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto
del mundo».
Ahora, remontémonos a unos años
atrás, no tantos, cuando Muñoz Rojas no era un autor galardonado por las
instituciones ni aplaudido con unanimidad por la crítica, aunque siempre hubo
un reducido número de conocedores que apreciaban su quehacer literario. En 1982
publico mi libro La estirpe de Bécquer y en él hay un capítulo titulado
«José Antonio Muñoz Rojas, poeta en verso y prosa» en el que señalo el alto
valor de su obra. Hasta la edición de Cristóbal Cuevas de su Poesía
1929-1980 (publicada en1989) no se realiza una buena edición de sus versos,
incrementada, además, con algunos poemarios que M. R. había hasta entonces
dejado inéditos. Cristóbal Cuevas, en su prólogo, hace una excelente división
tripartita de la obra del autor antequerano, afirmando antes: «La poesía de
Muñoz Rojas ha estado sometida a una evolución, desde un inicial optimismo
esteticista, a un existencialismo final más austero». Resumiendo, las tres
etapas que señala Cuevas son: La primera, de búsqueda y afirmación, que llega
hasta la guerra civil. En ella podemos distinguir, a su vez, un momento
vacilante -centrado alrededor de Versos de retorno (1929,
su primer libro)- y otro de temprana madurez, en que aparece ya una
voz personalizada -Ardiente jinete (1931)-. En ambos
se descubre el impacto del neopopularismo y las vanguardias.
La segunda etapa, de madurez y
hallazgo, abarca desde 1939 a 1954, y se caracteriza por el optimismo vital y
la exaltación del amor. Sonetos de amor, Abril del alma, y Cantos a
Rosa son sus hitos fundamentales. La tercera etapa va de 1954 hasta 1980.
En ella la poesía de Muñoz Rojas entra en una fase de perplejidad filosófica y
cristiano pesimismo. Las Consolaciones y Oscuridad adentro son
sus obras capitales. Su actitud es pascaliana, un poco en la senda de Unamuno.
El poema, menos sujeto ahora a ataduras tradicionales -aunque no se
renuncie del todo a las viejas formas-, encuentra en el verso libre un cauce adecuado de
expresión.
Según Cuevas, «en conjunto, se puede
afirmar que la poesía de Muñoz Rojas ha avanzado hacia un lirismo de contenido
cada vez más filosófico, y hacia una forma más sencilla y coloquial». En su
esquema, que me parece excelente, añadiría al final las primeras páginas del
presente ensayo sobre el «periodo de senectud».
No es ésta la ocasión más oportuna
de referirme a los libros y poemas recuperados y a la meritoria labor
filológica de las ediciones de Cristóbal Cuevas y Clara Martínez, sino la de
trazar una semblanza del autor y de algunos de sus libros a mi parecer cimeros,
que lo han convertido en un clásico de la lengua española del siglo XX. Libros
que me conformaron como poeta en mi juventud, y que en mi admiración por su
obra, me llevaron a conocer al hombre años después.
Ese «años después» fue en 1980, en
Sevilla, mi ciudad, donde hizo el servicio militar y viven algunos de sus hijos
y nietos. Acudió acompañando a un amigo común a la presentación de un libro de
Calle del Aire, editorial que yo entonces dirigía. El acto se celebraba en un
salón del Ayuntamiento y cerca de la puerta del mismo nos conocimos. El libro
que se presentaba era La destrucción o el humor, del poeta Javier
Salvago. No creo exagerar si digo que hubo una simpatía mutua, ya que pronto
nos carteábamos, teniendo como tema central nuestras epístolas una pasión
compartida, la poesía. Me invitó, a poco de cartearnos, a que lo visitara en su
Casería del Conde, donde charlamos de lo divino y de lo humano: De
Góngora, Tassara, Valera, Machado y su paisano Pedro de Espinosa, por poner
algunos ejemplos que fueron recurrentes. Dábamos largos paseos por el campo
cercano a la Casría y nuestra conversación versaba con frecuencia de
personajes y sucesos pretéritos y actuales, a veces literarios, a veces tan
variados como pueda serlo la vida misma. Algunas veces, sin merma del pudor,
nos confesamos nuestras propias cuitas y preocupaciones. Mis frecuentes visitas
a la Casería duraron cerca de dos decenios. Así es que, cuando lo
conocí, estaba en sus setenta años muy bien llevados, conservaba memoria
prodigiosa -hay que ver la de poemas largos de autores clásicos
que me recitó sin una falla de la memoria-. Y, a veces, le brillaban los ojos de malicia y
sorna- su sentido del humor era agudo como estilete y sólo lo atemperaba la
compasión y la compostura-. Conservaba una excelente forma física. Aún le vi
acariciar a sus caballos, jugar con sus perros y dar unas brazadas en verano en
la alberca del jardín, en donde sesteábamos en unas tumbonas a la sombra
después del almuerzo. Y esos largos paseos y charlas por el campo... Fue de
verdad un amigo y un maestro, parafraseando el título de un delicioso libro
suyo, Amigos y maestros (Valencia, PreTextos, 1992) que desde ahora
recomiendo al lector y en el que evoca maravillosamente figuras que para él
fueron ejemplos: Góngora, Espinosa, Antonio Machado, su encuentro en el 24 de
Russell Square con Mr. Eliot, Manuel Gómez Moreno, Unamuno en Cambridge en el
36, don José Castillejo, Juan Ramón Jiménez, poetas amigos del 27... No sigo, y
valgan los nombres dichos como muestra.
Con este libro comienza a publicar
en Pre-Textos, que sacará a la luz su relativamente abundante obra inédita,
también la agotada y los nuevos textos que desde esa fecha escribe. En fin,
esta relación fue entonces para mí muy positiva porque José Antonio me animó en
mi vocación poética y presentó en su Antequera la segunda edición de mi libro
de ensayos La estirpe de Bécquer. Tuvo también la generosidad de
presentar Sevilla y los sevillanos en la librería Antonio Machado de
Sevilla y de escribir sobre la edición de mi poesía completa. De esos años, del
ochenta al noventailargos, casi dos decenios, procede la semblanza que de él
trazo y las valoraciones de sus libros, espigadas de mis recopilaciones de
ensayos La estirpe de Bécquer y Contraluz de la lírica. Perdonen
las autocitas. Pero ya en 1982, había señalado en La estirpe de Bécquer
las causas que, a mi parecer, hacían de él casi un desconocido en nuestras
letras, a pesar de sus entonces setenta años y de haber publicado ya buena
parte de lo más excelente de su obra: «Una de ellas -escribía yo-, quizá la
más importante, es la elegancia. Esta cualidad espiritual se caracteriza por su
discreción, por su falta de estridencia, por ese pasar sin que se advierta.
Otra causa: nos hallamos ante un humanista. Uno de los pocos humanistas, en el
sentido clásico de la palabra, que sobreviven hoy en nuestras letras. Y es
evidente que la sociedad literaria española no aprecia especialmente ninguna de
estas dos cualidades. Así, nos encontramos con que las causas que propician el
desconocimiento de la obra de Muñoz Rojas son, a su vez, rasgos esenciales e
inherentes a ésta». Congratulémonos de que él haya podido ver reconocida su
labor poética.
José Antonio Muñoz Rojas nació en
1909 en Antequera, ciudad de espadañas y romances fronterizos. Antequera,
norte de mi pluma se titula un libro suyo donde agavilla amores y
erudiciones antequeranas. En Antequera se asentaron los Rojas castellanos a
fines de la Edad Media, y de esa estirpe viene nuestro autor. Allí, en su finca
la Casería del Conde, pasa la mayor parte del año. Mira cómo crecen los
sembrados, acaricia a sus perros o a sus caballos, pasea, recibe a sus amigos,
casi siempre hijos, nietos o hermanos a su alrededor. En el centro de la casa y
de la familia su mujer, Marilú (María Lourdes Bayo, nacida en Málaga el 8 de
abril de 1919 y fallecida en Antequera el 28 de noviembre de 2003), contrapunto
decidido al dubitativo José Antonio, cuando es dubitativo, pues no he conocido
yo a un dubitativo de tan firmes criterios. Paradojas de la vida. Y
precisamente de la vida -de la de José Antonio Muñoz Rojas., claro est-á ,continuaré
hablando algo, aunque poco, pues en su caso existe una gran coherencia entre
vida y obra.
Muñoz Rojas estudió en los jesuitas
de Málaga y Madrid y se licenció en Derecho en esta última ciudad. Hizo en
Sevilla no sólo el servicio militar, sino muy buenas amistades con los poetas
de Mediodía, especialmente con Joaquín Romero Murube. En Málaga, en la
imprenta Sur, publicó su primer libro, Versos de retorno (1929),
y se relaciona amistosamente con Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y José
María Hinojosa. Entre Madrid y Antequera se ha desenvuelto la mayor parte de su
vida urbana. Y, como señor rural, desde La Casería del Conde, su
privilegiado observatorio y retiro, el mayor asombro se lo produce lo que la
naturaleza nos depara cada año. Desde las cosechas hasta el misterio de las
yerbas silvestres innominadas. El poema final de su libro Las cosas del
campo del que Dámaso Alonso escribiera que no había leído prosa poética tan
bella desde Platero y yo, se titula «Tierra eterna», y termina con esta
invocación: «¡Ay de los que te olvidaren, de los que en tu piel y en sus ojos
pierdan tu recuerdo, de los que no se refresquen contigo, de los que te pierden
de alma». Y no hay errata. Muñoz Rojas no escribe «del alma», escribe «de
alma». O, dicho de otra manera más tajante y quizá menos exacta: Su tierra es
parte de su alma, su alma es parte de su tierra.
Las cosas del campo, libro al que le añadió en edición
posterior Las musarañas y Las sombras, son cimas de la prosa
poética del siglo XX que tienen mucho en común. ¿Poemas en prosa o prosas
poéticas? Dejemos las etiquetas y vayamos a los contenidos. Hay unos pocos
libros extraordinarios sobre el campo y los pueblos andaluces. Es una tradición
bella y luminosa porque el sol la señorea. Tierras solares, tituló su
libro sobre Andalucía el gran Rubén. En él se adentra en la Andalucía esencial,
inaugurando una genealogía de prosistas del fenómeno andaluz, como José María
Izquierdo y Ortega, quienes caracterizarán de «solar» nuestra tierra. Para
ellos, el astro rey es el crisol donde se funden las sucesivas civilizaciones
que aquí se han ido instalando. Y Juan Ramón Jiménez, en su Platero y yo,
en la segunda prosa, dice: «Al ocultarse
el sol que, un momento antes, todo lo hacía dos, tres, cien veces más grande y
mejor con sus complicaciones de luz y oro, todo, sin la transición larga del
crepúsculo, lo dejaba sólo y pobre, como si hubiera cambiado onzas primero y
luego plata por cobre. Era el pueblo como un perro chico, mohoso y ya sin
cambio. ¡Qué tristes y qué pequeñas las
calles, las plazas, la torre, los caminos de los montes!».
«La luz está
fresca, un temblor lleno de gracia se cierne sobre los frutos que comienzan a
cuajarse, sobre los olivos que tienen la flor a punto. Todo espera el clarinazo
del calor», escribe Muñoz Rojas en Las cosas del campo, magistral diario de un
escritor atento a cada matiz de la luz, porque es el diario de un señor rural
que casi todo lo teme y casi todo se lo debe al cielo. Joaquín Romero Murube,
en su elegía en prosa juanramoniana dedicada a cantar su pueblo nativo, Los
Palacios, anota: «Las horas del reloj no rigen en la vida del pueblo: es el
sol, la luz». Pero, cuidado, que una cosa son los pueblos andaluces, que suelen
dar la espalda al campo del que viven. Y otra cosa es el campo. Sobre el campo
escribe sobre todo en su finca Muñoz Rojas, aunque a veces recuerde en líricas
instantáneas hechos y personajes de su infancia en Antequera. Y, aunque también
escriba sobre el campo, más lo hace sobre Moguer Juan Ramóny, sobre Los
Palacios, Romero. Pero hay mucho en común en estas prosas bellísimas que se
adentran en la Andalucía más verdadera y menos pintoresca. Más grave, difícil y
sencilla. Más profunda, en suma. Que lo pintoresco también es verdad. Pero otra
verdad más epidérmica que los de aquí casi no la vemos de tan vista, y ha
tenido que venir Gautier con su Viaje a España a hacer que reparemos en
ella.
¿Un poeta campesino, entonces? Pues
no. Sigamos con algunos datos biográficos. Muñoz Rojas es un excelente gustador
de la literatura inglesa. En 1936 marchó a la Universidad de Cambridge, en la
que fue lector de español. El ambiente británico ayudó a conformar a aquel
joven que dejaba atrás una España en desintegración. Él, como Eliot, como
Cernuda -cada uno a su peculiar y muy diferente manera-, buscará el
hilo conductor de la civilización occidental en Inglaterra ante un mundo que se
hace añicos. El ambiente de Cambridge le cautiva: «los altos olmos, las negras
cornejas, el río de mansedumbre, las verdes alfombras, el sosiego rey». Algunos
de los poetas que le marcarán -como autor y como hombre- va a
conocerlos allí: Eliot, Hopkins, Donne. Grandes poetas todos ellos, asimismo
poetas de acendrada religiosidad. Si una de las claves esenciales de la obra y
del hombre Muñoz Rojas es la naturaleza, Dios será la otra. En verso y en prosa
se elevará su cántico inagotable ante estos milagros, modulándolos de forma
diferente en los distintos meandros del discurrir del río de su larga vida. Si
en algún poeta tiene sentido la división de Dámaso Alonso en poetas arraigados
y desarraigados es en Muñoz Rojas. Pero esa herencia no resulta casual. En su
caso, como en el de Eliot y Cernuda, se trata, en buena medida, de una
conquista personal de las propias raíces. La tradición, o es reinvención
propia, o no es nada.
La tesis doctoral que preparó Muñoz
Rojas para la Universidad de Cambridge llevaba el título de Relación de los
poetas metafísicos ingles es con las letras españolas. Aunque no llegó a
terminarla, a ella le dedicó muchos esfuerzos. Fruto de esos esfuerzos fue el
descubrimiento de algún libro español en la biblioteca de John Donne. Muchos
años después publicaría sus Ensayos anglo-andaluces, donde hay páginas
sobre Herbert y Fray Luis de Granada, Crashaw, Hopkins, Francis Thompson,
Eliot... Pienso yo que el maduro conocimiento de estos clásicos no sólo le
llevó a escribir páginas eruditas y ensayísticas iluminadoras sino, lo que es
más importante, le templó su gusto y su estilo. La tercera parte del volumen,
titulada Campo y paisajes andaluces, contiene algunos de los ensayos
mejores que sobre Andalucía jamás se hayan escrito.
Elegancia y mesura son
características de Muñoz Rojas y de su obra. Él, gran conocedor del Barroco,
admira a Góngora pero prefiere a Pedro de Espinosa. ¿Por qué? Porque Espinosa
resulta más humano, comedido...y tiene sorna. Incluso cuando habla de los
dioses de la gentilidad. Algo impensable en Góngora quien, en sus poemas mayores,
nunca baja de su esplendente diadema verbal, ni se despoja por un momento de su
soberbio y rígido uniforme de gala de Gran Mariscal de la Poesía. «La humildad
no tiene límites», dice Eliot de forma memorable en un verso que ha citado más
de una vez en sus escritos Muñoz Rojas. Por eso, porque es humilde además de
gran poeta, prefiere a Antonio Machado antes que a Juan Ramón Jiménez. La
influencia de Antonio Machado, el poeta español contemporáneo que le es más
próximo y querido, y de San Juan de la Cruz, están muy presentes en su primer
poemario, mitigando así el intelectualismo tan común en los primeros libros del
27, marcados por la poesía pura de Paul Valéry y la poesía desnuda de
Juan Ramón Jiménez, que llevarían a Ortega a su teoría expuesta en La deshumanización
del arte.
José Antonio es autor de un buen
puñado de libros, pero me estoy limitando a señalar los que considero más
singulares. Los Cantos a Rosa salieron a la luz por vez primera en un
delgado volumen de poesías publicado por la colección «Adonais» en 1954. Cuando
casi toda la poesía de esa época nos resulta tan ajada y lejana... Los Cantos
pueden leerse como si hubieran sido escritos esta misma mañana. El endecasílabo
blanco, muy suelto y encabalgado, precedente del que luego usaría con frecuencia
la generación del 50 (Francisco Brines, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún) es
de una fluidez, de una frescura y de una natural rotundidad extraordinarias. La
polisemia del nombre de la dedicataria es intencionada. Rosa: símbolo de
perfección, de finalidad, de logro absoluto. En el Barroco, emblema de la
belleza y del goce transitorio y fugaz. Así, estos poemas llenos de levedad y
hondura no son sólo bellísimos madrigales, sino meditación poética de jugosa
madurez sobre los grandes temas que suelen llamarse eternos: paso del tiempo,
vejez, muerte.
En la generación del 36, que es
aquella a la que la crítica adscribe como poeta a Muñoz Rojas, hay muy buenos,
excelentes sonetistas, autores de piezas de este género que pueden figurar sin
desdoro al lado de las mejores de nuestra lírica. Recordemos a Miguel Hernández
y a Leopoldo Panero, por poner dos ejemplos. Pues bien, Muñoz Rojas no les va a
la zaga en ningún momento en la tarea de escandir su huella personal en el
viejo y clásico molde métrico: Sonetos de amor por un autor indiferente
(1942), Sonetos enamorados (1943), Lugares del corazón en nueve
sonetos que lo celebran (1962) y los sonetos de Abril del alma
(1943), poemario cuyo segundo capítulo lo integran 17 sonetos, todos ellos
ejemplos de lo dicho.
Textos poéticos -así lo
llaman acertadamente en su edición de la editorial Cátedra Rafael Ballesteros,
Julio Neira y Francisco Ruiz Noguera- son las Historias de familia, que yo denominé
en La estirpe de Bécquer «prosas de ficción» y que el profesor Cuevas
prefiere definir a la inglesa como Stories. En fin, son pasajes en que
la prosa deliberadamente se emplea como instrumento poético. «Y en todas, o
casi todas, no sólo se propuso el autor contar una historia, sino crear una
atmósfera de poesía», como escribió Gil de Biedma en su ensayo «Luis Cernuda y
la expresión poética en prosa». «Expresión poética en prosa», añado yo, viene a
ser lo mismo que «prosa poética». «Lo malo del rótulo -añade Gil de
Biedma- es que se convierte en la España del siglo XX en pandémico». Poco tienen
que ver Juan Ramón, Azorín y Eugenio Montes, González Ruano y Pedrode Lorenzo,
por poner ejemplos diferenciados. Por eso la crítica es remisa a las obras
etiquetadas bajo este rótulo. En tales circunstancias, la primera edición de
este librito salió en 1943 en la editorial de la Revista deOccidente y
fue recibido sin pena ni gloria. Sin embargo, no era precisamente de narradores
de calidad de lo que andaba sobrada España: Azorín y Baroja, como
supervivientes del 98; Agustí, Cela, Foxá, Halcón, Laforet, Zunzunegui y la
nómina está prácticamente completa.
Las historias que contaba Muñoz
Rojas no entraban dentro de las preocupaciones de los españoles de los años
cuarenta. Pero eso no justifica que, en 1981, las monografías sobre narrativa
de posguerra ni siquiera reseñen este volumen que es, en cuanto a imaginación y
lenguaje, bastante superior a la media de los mejores libros de ficción de esos
años. El gracejo de la historia titulada «Riturqui» me recuerda el fino humor
de don Juan Valera. Y nada más. Terminaré citando como colofón y resumen el
significativo párrafo final de M. R. en el Discurso de recepción del Premio
Reina Sofía: «Quisiera referirme a lo que para mí ha significado la poesía,
ese algo interior que nos nutre y nos proporciona una vida distinta en el curso
de la nuestra material, un aliento que nos mantiene y nos revive con sus
prodigios, sus hermosuras y sus iluminaciones. La poesía es una liberación».
POEMAS
A ti la siempre flor, la siempre viva...
A ti la siempre flor, la siempre viva
raíz, la siempre voz de mi desvelo;
a ti la siempre luz, el siempre cielo,
abierto a dura piedra y verde oliva.
A ti la siempre sangre fugitiva
de cuanto en ti no halló razón y celo;
a ti mi siempre verso, el siempre vuelo
del torpe corazón y ala cautiva.
A ti mis pensamientos aguardando
antes de amanecer a que amanezca,
para montar su guardia a memoria;
a ti mis dulces sueños entornando
puertas al alba porque no amanezca,
y se pierda en la luz tu tierna historia.
Alguien me dice: ten cuidado...
Alguien me dice: Ten cuidado
con Rosa que la matas,
las rosas, no tocarlas mejor,
no se te quede el corazón sin Rosa.
Divinamente dulce y bien plantada...
Divinamente dulce y bien plantada,
en el florero, en las habitaciones
como que tienes tierra en las honduras
del corazón cantor, de la honda pena
donde nacen las rosas de este mundo,
la angustia que estercola la belleza,
el temblor que te presta los colores,
el rozar a que pides suavidades
y la esperanza que te lleva aleve,
!ala sobre las cosas, tan sin peso,
tan con suspiro, prisa, tan diciendo:
¿Estás bien? Tengo prisa. ¿Soy hermosa?
Esto es sólo deseo de ti, de tanta herida...
Esto es sólo deseo de ti, de tanta herida
diaria de ti como he sufrido, como sigo
sufriendo con sólo decir Rosa.
¿Por qué me dueles tanto? Tus ocasiones
no sé si vivo o muerto me tienen,
porque quererte es morir y vivir,
como se sabe a un tiempo.
Etereidad
Y se queda uno con la esperanza,
colgando de su delgado hilo
de tantas cosas colgando,
de tantas esperanzas deshaciéndose,
con tanto temor oculto,
con tantos olvidos como caben
en un instante, tantos olvidos
vividos y padecidos,
como para llenar una estrella.
Y esa mujer que llegó hoy con su misterio,
con su etereidad, que lo hace posible,
que la define y la sostiene
y ha dejado la casa
llena de su misterio.
Hija de siempre de las cosas claras...
Hija de siempre de las cosas claras,
las estancias de luz, las aguas donde
la paz halla aposento, el tiempo tiene
no paso mas temblor. El temblor queda.
No te cumple lo torpe. Todo sale
seguro al existir. No hay esperanza
porque la dicha existe, la tenemos
sin desear ni desazón. Se mide
con hermosura todo. La hermosura
fue en el comienzo. Su fluir no cesa.
La dicha, qué es la dicha?
La dicha, qué es la dicha? (La palabra
no me hace feliz, dicho de paso). Yo diría
que es sencillamente ir contigo de la mano,
detenerse un momento porque un olor nos llama,
una luz nos recorre, algo que nos calienta
por dentro, que nos hace pensar que no es la vida,
la que nos lleva, sino que nosotros somos
la vida, que vivir es eso, sencillamente eso.
La madre
La madre soñaba oscuramente:
Será rubio, tendrá estos ojos mismos,
le amarán las muchachas. Una tarde,
de pronto, llorará junto a una rosa.
Le crecerá la angustia sin saberlo.
y cada nuevo umbral será una herida.
Temblará al traspasarlos, hijo mío.
Acaso una paloma, acaso nada.
El viento por la frente; las caídas
hojas que se acumulan; los rumores
del corazón callados: nadie sabe
las formas repentinas de la dicha.
Yo lo siento aquí hondo, en mis entrañas,
el río de tu vida, que me deja
una nostalgia antigua, una dulzura
vieja en mi corazón, como la sangre.
Me hace toda ribera, toda muro
donde pasan las aguas de tus años.
Vuelvo otra vez a ser niña que juega,
corriendo como niña entre las rosas.
¡Oh sueño en mis entrañas! ¡Oh alto río,
resonando de siempre en mis entrañas!
Me la encontré de pronto. Dije: ¡Rosa!...
Me la encontré de pronto. Dije: ¡Rosa!
¿Por este corazón tú nuevamente?
Tú, la Rosa de siempre inesperada,
la dolorosa Rosa por quien vivo,
(espiando la hermosura por si en ella
vas ignorada, vas como las nubes
o la belleza por la noche, mientras
nosotros en el sueño. Así, de pronto.
¿Cómo esperar de pronto que en septiembre
ocupado en las cosas de septiembre,
en esperar la lluvia, arar el campo
o fatigar el monte, tú vinieras,
tan alegre diciendo: José mío,
si vieras qué hermosura de viaje?
Muchos me dicen: ¿Y esa Rosa tuya...
Muchos me dicen: ¿Y esa Rosa tuya
es de verdad? Yo les contesto
Rosa y verdad son sólo una.
Rosa es el nombre de lo eterno,
que ella, eterna, si pronunciara
no sería rosa.
Ni yo este corazón que vive de eso.
Nada tienes que ver con la poesía...
Nada tienes que ver con la poesía.
Una cosa es poesía y otra rosa,
aunque al nombrar los pétalos, las gentes
piensen que los poetas no andan lejos.
Mas no es verdad y sí que tras los pétalos
andan los muladares, los canteros,
los hortelanos, las fecundaciones,
tus manos indudablemente bellas,
que los recogen un momento, dudan,
y los entregan a las aguas mansas.
No estará José Estrada todavía...
A José Estrada
No estará José Estrada todavía
oyendo el agua aquella en la Alhajuela,
peIpetuamente oyendo el agua. (Esto Rosa
fue antes de tu tiempo, si tiempo
alguna vez tuviste. ¡Oh Rosa y tiempo!)
Agua y memoria, ¿no son Rosa lo mismo,
corriendo siempre en la memoria,
de José Estrada en su Alhajuela?
Como yo lo estoy viendo en este instante,
si memoria no es también agua corriendo.
Hola podríais poner poemas, por favor?
ResponderEliminar